El silencio es azul,
agua dormida en estanques del alma.
Si aprendes a escucharlo,
te enseñará verdades milenarias,
lugares olvidados y conocimientos antiguos.
El silencio nos habla
con el rumor del viento,
con la caricia repetida de las olas,
con el vuelo solitario del cóndor en la cumbre,
o con el torpe aleteo de las gaviotas.
Descifrar el silencio,
reconocerlo en medio de las palabras huecas,
escondido tras la sonrisa tímida
o la mirada esquiva.
El silencio nos inquieta y nos atrae,
alberga nuestros miedos
y adopta extrañas formas
en las galerías de nuestra imaginación.
No hay más voz que el silencio
cuando todo se aplaca,
y los dioses se sientan en el filo de la luna
para dejar que la brisa desordene sus cabelleras.
Cada mañana se despertaba temprano para esperar la llegada de las palabras. Se apoyaba en el alféizar de la ventana y se disponía a recibirlas como ellas se merecían.
A veces llegaban muy pronto, volando bajo, y eran palabras amables y dulces, diminutivos de azúcar que se posaban en su pelo para hacerle reir.
Otras veces llegaban desde lo más alto y se precipitaban directamente hacia el rincón más vulnerable de su corazón. Aquellas palabras dejaban un regusto a metal y a sangre seca. Pesaban tanto que aplastaban su pecho, y tenía que hacer grandes esfuerzos para desprenderse de ellas y poder volver a respirar.
Pero algunas veces, por mucho que esperara, no venían las más anheladas: las que traspasaban su dolor como un bálsamo y erizaban su piel hasta hacerle sentir la médula; las que guardaba como un tesoro a buen recaudo para que nadie se las arrebatara; las que, con su belleza y su sonoridad, hacían brillar el sol en pleno invierno y despertaban las flores dormidas como si, con ellas, hubiera llegado la primavera…
Todos tenemos lugares comunes: sitios a los que volvemos, canciones que nos llevan a espacios lejanos, a tiempos pasados, a lazos perdidos… Libros, poemas, refranes, frases hechas, películas, anuncios, proclamas, consignas, cantantes, actores, pintores, poetas…
A veces tenemos la inmensa suerte de poder compartir nuestros lugares comunes con aquellos que caminan a nuestro lado. Y nos emocionamos, y nos brillan los ojos en ese sencillo gesto de compartir lo que nos unió una vez, aunque ni siquiera nos hubiéramos conocido todavía. Los lugares comunes nos conducen directamente a la nostalgia por el atajo de la melancolía, pero también nos hacen reir y nos reconfortan. Por ellos reconocemos a nuestros amigos, a nuestros compañeros de viaje, y del mismo modo, a través de ellos, nos reconocemos también a nosotros mismos.
Se abrazaron y lloraron… Lloraron por todo el tiempo que habían permanecido separadas, por todo lo que las había mantenido unidas a pesar de la distancia, por todo lo que les habían arrebatado…
No se habían vuelto a ver desde aquel triste día del año 39. Era marzo y llovía. Sabían que todo estaba perdido, o al menos lo intuían. Pero apenas podían sospechar cuánto les quedaba aún por sufrir, cuánto dolor tendrían que soportar, cuánta desesperanza…
Para Julia el exilio, la soledad, el país extraño. Otra lengua, otras gentes, otro cielo… Caravanas de tristeza, campos de refugiados. Madres que lloran, niños que lloran, hombres que lloran – rabia, impotencia, locura. Y gritar, gritar, gritarle al mundo: “¡No, no, nosotros no! ¡No nos abandonéis! ¡No nos sacrifiquéis! ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?…”
Para Aurora otra clase de exilio, el exilio interior. El silencio, el miedo. Las puertas cerradas, las ventanas cerradas, las bocas cerradas… Nunca mirar atrás, nunca mirar a nadie, que nadie te mire, que no te reconozcan, que no te delaten. Doblar la esquina, ¡El brazo en alto! ¡Franco! ¡Franco! ¡Franco! El “viva España”, el “oriamendi”, el “cara al sol”… Pero al final te encuentran, te arrastran por los pasillos, no puedes escaparte… Y luego los golpes, las celdas, el frío… “¿Qué será de mi niño? ¿Qué será de mi madre? ¿Qué será de nosotras?”
Y ahora, sesenta años después, han vuelto a reencontrarse. Los nietos se empeñaron, las buscaron, las “desamordazaron”, las “regresaron”, y aquí están todas. “Un homenaje tardío, pero necesario.” Eso habían dicho. “Tú fijate, ¡qué chicos estos! ¡Con tantas historias como les hemos contado…! Hablando y hablando tejimos nuestras vidas en el inmenso tapiz de su memoria…”¡Hay tanta gente! ¡Tantos rostros que un día se quedaron atrás, callados, detenidos en la sombra fugaz, en el gris sempiterno de una fotografía! “Rosita, ¡si eres tú! Soy Benigna, la “Beni”. ¿No te acuerdas?” …” ¿Qué fue de Conchita? ¿Y Suceso? ¿Y Amparo? ¿Qué sabéis de Teresa? ¿Y Lola? …Carmen murió… ¡qué pena!” Sonríen como muchachas, hablan, gritan, se abrazan. Parece que no hubieran pasado tantos años, tantas vicisitudes, tantas penas.
Entre la muchedumbre, los familiares, las autoridades, la prensa; entre tantas y tantas caras (nuevas, viejas, conocidas, reconocidas, algunas incluso “irreconocibles”), al fin se han reencontrado. “¡Aurora!”… “¡Julia!”.
Ahora están sólo ellas, el mundo se ha parado, el tiempo se ha parado. Marzo del 39, la lluvia, la tristeza. Y el mismo abrazo cálido, el ruido de los coches, las bombas, los disparos… Y su amistad sincera, su lealtad infinita. Incólume el afecto, inalterable, sobreviviendo al tiempo, al destino, a la infamia. “Adiós”, te dije yo. “Adiós”, me contestaste. Hice amago de levantar el puño y tú me lo bajaste, y me abrazaste fuerte, y me besaste en ambas mejillas bebiéndote mis lágrimas. “Nos veremos muy pronto”, me dijiste. “Muy pronto”, repetí. Y luego te alejaste, y ya desde el camión, con gesto sonriente, me levantaste el puño. “¡Salud, compañera!”. “¡Cuídate mucho!” gritaba yo, corriendo calle abajo con los pies empapados, la chaqueta empapada, el rostro empapado… ¡el alma empapada!
“Ven, abuela, vamos, que va a hablar el presidente de la organización”. Pero a ellas no les importa el presidente, ni las cámaras, ni nada. Ellas sólo quisieran recuperar los años perdidos, y regresar de nuevo a aquel aciago día. Y para ello necesitan seguir así, abrazadas, llorando lentamente todo el dolor guardado, todo el dolor dormido, todo el dolor callado. Y no decirse nada, porque no podían imaginar cuántas lágrimas había dentro de ellas, cuánto dolor guardaban todavía sus corazones heridos, qué sima tan profunda asomaba en sus ojos ya cansados… “Nos veremos pronto”, dijo una. “Muy pronto”, repitió la otra. Y se montaron en coches diferentes, y pusieron rumbo a sus hogares, otra vez en distinta dirección. Sabían que era difícil que volvieran a verse (demasiados kilómetros, demasiados achaques), pero se sonrieron. Porque ellas, las mujeres del 36 como ahora las llamaban, habían perdido una guerra, pero no la esperanza, ni la dignidad, ni la memoria.
«El hombre es un heredero, no un mero descendiente» J.Ortega y Gasset
Mi abuela me contó su historia muchas veces, mas no por repetida resultaba menos dolorosa. La historia triste y dramática de los Martín Gago era la misma que la de muchos españoles (la de demasiados, desgraciadamente…). Pero ella no se la calló, y la fue tejiendo en mi memoria para que yo supiera de dónde venía, cuáles eran mis orígenes… Aquella fue su herencia. Y ahora que se cumple el centenario de su nacimiento quiero dedicarle algunos cuentos. Son historias que ella me contó y hay en ellas mucho de verdad y un poco de literatura.
Así nació La memoria herida , un grupo de relatos breves en los que, de manera circular, se fusionan pasado y presente para, con breves pinceladas (a modo de aguafuertes de un tiempo que pasó) mostrar las penurias de la represión desde el punto de vista de las “perdedoras” (mujeres anónimas que formaron parte, casi sin quererlo, de una tragedia histórica). He cambiado los nombres de las protagonistas incluido el suyo; pero he mantenido el espíritu de su dolor y de sus tristes experiencias, fruto de aquel tiempo terrible que les tocó vivir.
Cada cuento es una unidad en sí mismo; y, a su vez, forma parte de un todo superior que es la línea argumental o eje vertebrador de todos ellos: la memoria. Aunque los personajes tienen relación entre ellos, podrían no tenerla. Sus historias son independientes; pero juntas, forman el tapiz que reconstruye la fragmentada memoria de los vencidos.
Cada semana uno de estos breves relatos verá la luz como homenaje a aquellos que ya no están, pero cuyo recuerdo nos dejará siempre «harto consuelo» a los que aquí quedamos.
Hoy visité mi tumba. Aquel día hizo mucho frío y tú estabas allí, escondido tras un muro, vigilando mi sombra.
Un libro, una clave, un puente, un jardín… un sentido a tantos siglos vividos en vano. «Despierta y ven a mí», me dijiste en sueños. Y yo recorro el largo sendero de piedra que me lleva al círculo. Y allí me paro y pongo alerta mis sentidos: olores del pasado me invaden (las flores de aquel viejo balcón parisino), voces de otras mañanas como ésta, con las manos llenas de ternura y mariposas blancas en mi pelo.
Oscuras palomas escaparon de mi pecho, las azucenas se tiñeron de olvido, y ya nadie pudo hacer nada…Una profunda noche habitó en mis ojos y me dejé llevar.
Ahora recibo tus lágrimas como la tierra recibe la lluvia bienhechora , y me dejo envolver por la fría oscuridad.
Entre los poemas de mi abuelo hay uno que me emociona especialmente. Se titula Esperanza, y cuando pienso en las crueles circunstancias en las que fue escrito ( cárceles, muros, cadenas, hambre, miseria y silencio…) mi corazón helado llora de impotencia. Nunca le conocí. Murió cuando yo aún no había nacido, mermado por las penas y las vicisitudes del franquismo. Los que tuvieron la suerte de conocerlo siempre le describían como un hombre bueno (en el sentido machadiano de la palabra), divertido, alegre, sensible, y con «duende». Siendo yo pequeña mi abuela me adormecía recitándome sus poemas, y manteniendo viva su memoria en mi corazón infantil. Pasaron los años y su legado «poético» siempre estuvo conmigo. Algunos pueden mostrar con orgullo viejos tesoros familiares de enorme valor, que ennoblecen su salón familiar; otros enriquecen su patrimonio gracias al patrimonio que les dejaron los suyos. Yo no tengo tierras, ni blasones, ni joyas. Ellos nada me dejaron porque todo lo perdieron. Todo menos la dignidad, y la esperanza…
Gracias abuelo, por dejarme como herencia tus palabras.
ESPERANZA. Iba lento el peregrino
Con tranquilo caminar;
el polvoriento camino
largo y blanco se perdía.
Iría a dar a la mar
pero el mar no se veía.
Parándose a descansar
el peregrino rezaba:
¡Señor, me canso de andar
y esta senda no se acaba!
Pero seguía,seguía,
siempre camino del mar,
aunque el mar no se veía.
«Con el alma a tientas» Poemario a dos voces. Manuel de la Peña Piñeiro y M.Luisa de la Peña Fernández. ed. La Factoría de ediciones.
La pequeña escritora lloró. Se había cansado de emborronar las hojas tristes de su cuaderno para que nadie las leyera. ¡Nunca más volvería a escribir! Era una decisión irrevocable, (o casi…). Así se lo anunció a su madre mientras ésta, que pelaba patatas en la cocina con aire distraído, asentía con gravedad fingida a sus preguntas. «Pero cariño,-le dijo suavemente– por mucho que te empeñes, tú nunca podras dejar de escribir». » ¿Y tú por qué lo sabes?»- preguntó la pequeña con tono retador. La madre la miró- con esa mirada que sólo saben poner las madres y que despeja todas nuestras posibles dudas y hace que se evaporen nuestros profundos miedos- y dijo con su voz de madre sabia: «Porque tú, pequeña mía, naciste con el don de la palabra.» » ¿Y eso es malo mamá?» » Bueno, como todos los dones tiene su parte buena y su parte mala. Lo que sí sé es que no puedes renunciar a él porque forma parte de lo que tú eres.» Pasaron los años, y a pesar de que a veces le fallaron las fuerzas y quiso abandonar su vocación de escribir; a pesar de que durante largos períodos de tiempo atravesó desiertos de inactividad creadora y caminó sin rumbo por los páramos de la desilusión ; a pesar de que el silencio fue durante años la única respuesta; a pesar de que todo parecía ponerse en contra, ella siguió andando con sus manos vacías y su viejo cuaderno lleno de palabras.
Los vientos soplaron y agitaron con fuerza su nave hasta hacerla zozobrar. Gritó fuerte: « ¡Miradme! ¡Escuchadme! ¡Estoy aquí! ¿Es que nadie puede pararse un momento?» Aprendió a no esperar nada de los rostros grises que poblaban el mundo; a no buscar el éxito, sino la satisfacción y la autenticidad; y a contestar siempre lo mismo, cuando aquellos que se empeñaban en ningunearla le preguntaban por qué seguía llenando incansablemente las gastadas hojas de su cuaderno : «Es que yo, tengo el don de la palabra…»