«Hoy estoy sin saber yo no sé como,
hoy estoy para penas solamente
hoy no tengo amistad,
hoy solo tengo ansias
de arrancarme de cuajo el corazón
y ponerlo debajo de un zapato.
(…)
Me sobra corazón.»
M. Hernández
El mundo es ancho y ajeno. Si ya lo decía Ciro Alegría…Salir al mundo hostil sin peto y sin coraza, abandonados a nuestra suerte (o a nuesta desgracia), salir del refugio y dejarse acariciar por la intemperie es siempre un riesgo.
Porque cuando se pone el corazón es difícil salir indemne. Sentimos el zarpazo, el agudo dolor y nos quedamos quietos, ateridos, insomnes. Somos sólo sonámbulos sin rumbo en medio de un desierto, en medio de un tumulto de mil calles sin nombre. Nos palpamos la herida y asentimos. Porque ella forma parte del trato de la vida y, si brota la sangre, es porque el corazón late y ha pagado su precio.
Han llegado las nieves que cubren los caminos y no encuentro el sendero que conduce hasta casa. Los árboles aceptan que han quedado desnudos, desprotegidos, vestidos de tristeza… Deberán esperar a los primeros brotes que abril regalará, en el ritual embriagador de la vida que brota.
Y en mi pequeño corazón de invierno… ¿cuándo podrá otra vez latir la primavera?
Recuerdo muy gratamente mi primera lectura de Juan de Mairena. Aquel COU del 85 Machado dejó de ser mi poeta para ser una referencia ideológica y filosófica, un maestro de honestidad, humildad, generosidad y bonhomía.
Mi abuela lo había leído en Hora de España en los lejanos años de la guerra civil, y poder leerlo ahora en un libro que su nieta llevaba , subrayaba y comentaba le producía una enorme y nada secreta satisfacción. Aquel librepensador, enemigo del snobismo, profundamente indulgente con las debilidades humanas y no exento de humor, conquistó totalmente mi juvenil espíritu con frases como » la poesía es el diálogo del hombre, de un hombre, con su tiempo»o «por mucho que valga un hombre nunca tendrá el valor más alto que el de ser hombre».
Me parecía estar escuchándole en el íntimo acto de la lectura. Lo veía allí, en los balcones donde celebró el advenimiento de la República, y en sus clases de instituto, y en las tertulias, y en las tristes caravanas de tristeza de las que formó parte camino del exilio y de la muerte ( «Murió el poeta lejos del hogar/ le cubré el polvo de un país vecino…»).
Machado amó profundamente a su patria, pero no con un patrioterismo burdo y barato de gritos adocenados y golpes de pecho, ni con los ojos cerrados a sus grandes miserias, ni con la pistola preparada para disparar a cualquiera que no la vitoreara.
Machado, como otros muchos, soñó para el futuro una España más justa, más culta, más abierta, más crítica, preparada para afrontar los retos del siglo XX.
«Los que os hablan de España como de una razón social que es preciso a toda costa acreditar y defender en el mercado mundial, esos para quienes el reclamo, el jaleo y la ocultación de vicios son deberes patrióticos, podrán merecer, yo lo concedo, el título de buenos patriotas; de ningún modo el de buenos españoles.»
» Cuando penséis en España, no olvidéis ni su historia ni su tradición; pero no creáis que la esencia española os la puede revelar el pasado. Esto es lo que suelen ignorar los historiadores.
Un pueblo es siempre una empresa futura, un arco tendido hasta el mañana.»
» La patria -decía Juan de Mairena- es, en España, un sentimiento sencillamente popular, del cual suelen jactarse los señoritos. En los trances más duros, los señoritos la invocan y la
venden; el pueblo la compra con su sangre y no la mienta siquiera.»
Lo leo ahora y me parece detener el tiempo, porque sigo asistiendo a su grandeza con la misma emoción y devoción que entonces. Es el viejo maestro el que me habla de nuevo, desde la eternidad que le hemos concedido los que le reelemos una y mil veces, y la que le conceden los que por vez primera se acercan a sus versos y sus prosas ,y la que le concederán, en un futuro, todos los que vendrán a las suaves orillas de sus libros.
A veces me siento así, como un espejo roto. Intento recomponer los pedazos, y al intentar buscar mi rostro entre los fragmentos desiguales, el espejo me devuelve una suerte de retrato cubista que en nada se parece a mi verdadero rostro .
Viejos amigos, falsas esperanzas, expectativas huecas y efímeros abrazos, todo yace a mis pies como un espejo roto. Y ya no puedo recuperar, ni tan siquiera, las ganas de tener otro nuevo…
Aceptar, aceptarse, en esta sucesión de momentos posibles que es la vida. Tal vez sea la clave para sobrevivir a los naufragios, y a los fracasos, y a los intereses creados, y a las puertas cerradas, y a los largos silencios, y a las ganas terribles de tirar todas las toallas, y a los espejos rotos… (hechos añicos sobre el mármol frío).
«Uno no es lo que es por lo que escribe, sino por lo que ha leído» Borges
«¡Los libros no, por Dios, los libros no! ¡Salvad los libros!» Aquella fría mañana de marzo todo era un ir y venir en casa de los Martín Gago. Afectos a la república, nada podían hacer sino callar para salvar la vida. Callar y quemar todo aquello que pudiera poner en peligro la seguridad de aquellos dos ancianos y su joven hija aún soltera. En la vieja cocina de carbón ardían recuerdos, retazos de una vida: fotos, cartas, papeles políticamente comprometedores y algunos libros… «Los libros no… ¿Qué daño pueden hacernos los libros? ¿Es que también van a condenarnos por leer?» Pero por mucho que su padre se empeñara en abrazarse a algunos ejemplares Carmen sabía que era peligroso que encontraran aquellas lecturas cuando llegaran. Porque iban a llegar. Sabían donde vivían. Y si caían en sus manos algunos de aquellos títulos, quién sabe lo que podría pasar. Era mejor no arriesgarse. Así ardieron Campos de Castilla de Antonio Machado, y La madre de Gorki y La conquista del pan, de un ruso cuyo nombre era imposible de pronunciar pero que su hijo Rafita leía algunas noches hasta altas horas de la madrugada, y el Emilio de Rousseau y Cándido de Voltaire, y las novelas completas de Vicente Blasco Ibáñez, y varios ejemplares de las revistas Caballo verde, El Mono Azul y Hora de España.
Bajo las llamas inmisericordes crujían todos aquellos títulos que pudieran levantar sospechas, ya fuera por su autor, por el título o por su procedencia. En los tristes estantes medio vacíos quedaron varios clásicos: Cervantes, Lope, Calderón, Quevedo y un ejemplar en cuero negro de Las mil mejores poesías en lengua castellana. Nadie supo nunca cómo lograron sobrevivir un volumen de La vida de Jesús de Renan y El hombre y la tierra de Reclus.
A la mañana siguiente, con el olor a papel quemado impregnando todavía cada rincón de la casa, y con una extraña tristeza que presagiaba que nada bueno podría ocurrir a partir de aquel aciago día de la quema de su preciada biblioteca, mi bisabuelo Atilano Martín se levantó pronto para ir a su trabajo como cajero en el Banco Central. Nada más llegar allí fue detenido «por tener hijos desafectos al régimen en situación de busca y captura» lo que le convertía a él en un «desafecto de nivel C, es decir sin responsabilidad política directa». Le comunicaron que su puesto ya había sido cubierto por otro compañero «adicto al nuevo régimen y fiel a los principios del nuevo orden», el cual, seguramente, había sido el encargado de dar el informe a las autoridades pertinentes a cambio de favores y prebendas. El bisabuelo Atilano no entendía nada. Taciturno, serio, hombre de pocas palabras, sólo acertó a decir: «¿ Y para esto hemos quemado los libros?» Los suyos nada supieron de él hasta pasados unos meses, gracias a la amistad que, de toda la vida, les había unido con la familia Ruiz Jiménez , la cual ahora ocupaba una posición más o menos relevante. Salió de la cárcel de Porlier más triste y más delgado, casi irreconocible. Contaban sus hijos, muchos años y muchas vicisitudes después, que aquel lluvioso y frío día de marzo del 39 entró en las cárceles de Franco un monárquico desengañado y salió, varios meses y mucho hambre después, un republicano antifranquista convencido.
En mi casa paterna volvieron a entrar los libros y, de nuevo, una numerosa cantidad de títulos abarrotó las estanterías del salón familiar. Entre todos los nuevos ejemplares aún descansan tres libros que siempre llamaron mi atención por sus bellas cubiertas de cuero y su cosido a mano: Las mil mejores poesías, El hombre y la tierra y La vida de Jesús. Esos libros son testigos mudos de un tiempo de odio, miedo e infamia que nunca debió existir. Son un ejemplo de supervivencia en medio de la barbarie. Algún día mis hijos los heredarán, y con ellos heredarán también el legado de un respeto absoluto por la cultura y el pensamiento libre, por el derecho a defender nuestras ideas siempre con la palabra, por la defensa de la libertad y la convivencia. Esos libros seguirán formando parte de nuestra historia familiar, y servirán para recordarnos siempre que mi bisabuelo no sólo salvó los libros, sino que los libros nos salvaron a todos, sus descendientes, de la ignorancia, de la intolerancia y de la sinrazón.
«Porque contra el libro no valen persecuciones. Ni ejércitos, ni el oro, ni las llamas pueden contra ellos; porque podréis hacer desaparecer una obra pero no podéis cortar las cabezas que han aprendido de ella» F. García Lorca.
«Me he quedado sin pulso y sin aliento
separado de ti. Cuando respiro,
el aire se me vuelve en un suspiro
y en polvo el corazón de desaliento.» A. González
Cada vez que he de explicar la poesía de Ángel González recuerdo el primer poema que leí de él. Fue en aquella época en que lo descubrí todo y todo lo perdí. En aquellos tiempos de estúpidos miedos y torpezas juveniles, maravillosos poetas llegaron hasta mí, y él fue uno de ellos. En esta lluviosa mañana de otoño quiero rendirle mi pequeño y particular homenaje. Leemos sus poemas, y en ese instante la magia de la palabra lo envuelve todo. Nos ungimos de palabras, nos abrazamos a ellas y este estúpido mundo cobra sentido por un momento. Cuando leo a Ángel González comprendo el valor que tiene la palabra poética.
MUERTE EN EL OLVIDO. Angel González en Palabra sobre palabra Yo sé que existo
porque tu me imaginas.
Soy alto porque tu me crees
alto, y limpio porque tú me miras
con buenos ojos, con mirada limpia.
Tu pensamiento me hace
inteligente, y en tu sencilla
ternura, yo soy también sencillo
y bondadoso.
Pero si tú me olvidas
quedaré muerto sin que nadie
lo sepa. Verán viva
mi carne, pero será otro hombre
-oscuro, torpe, malo- el que la habita…
La poesía de Ángel González es el grito de un hombre que se siente solo, pero también el clamor contra la injusticia y contra una realidad histórica de la que él también forma parte y a la que no puede ni quiere dejar de mirar cara a cara.
ELEGIDO POR ACLAMACIÓN
Sí, fue un malentendido.
Gritaron: ¡a las urnas!
y él entendió: ¡a las armas! -dijo luego.
Era pundonoroso y mató mucho.
Con pistolas, con rifles, con decretos.
Cuando envainó la espada dijo, dice:
La democracia es lo perfecto.
El público aplaudió. Sólo callaron,
impasibles, los muertos.
El deseo popular será cumplido.
A partir de esta hora soy -silencio-
el Jefe, si queréis. Los disconformes
que levanten el dedo.
Inmóvil mayoría de cadáveres
le dio el mando total del cementerio.
Encontramos en su poesía la experiencia vital, la memoria de lo vivido condensada en unos cuantos versos, como breves pinceladas impresionistas, retazos de una historia común a tantos otros que, como él (» perdido para siempre lo perdido») caminaban sin rumbo por los sórdidos paisajes de la posguerra y el franquismo. Primera evocación
Recuerdo
bien
a mi madre.
Tenía miedo del viento,
era pequeña
de estatura,
la asustaban los truenos,
y las guerras
siempre estaba temiéndolas
de lejos,
desde antes
de la última ruptura
del Tratado suscrito
por todos los ministros de asuntos exteriores.
Recuerdo
que yo no comprendía.
El viento se llevaba
silbando
las hojas de los árboles,
y era como un alegre barrendero
que dejaba las niñas
despeinadas y enteras,
con las piernas desnudas e inocentes.
Por otra parte, el trueno
tronaba demasiado, era imposible
soportar sin horror esa estridencia,
aunque jamás ocurría nada luego:
la lluvia se encargaba de borrar
el dibujo violento del relámpago
y el arco iris ponía
un bucólico fin a tanto estrépito.
Llegó también la guerra un mal verano.
Llegó después la paz, tras un invierno
todavía peor. Esa vez, sin embargo,
no devolvió lo arrebatado el viento.
Ni la lluvia
pudo borrar las huellas de la sangre.
Perdido para siempre lo perdido,
atrás quedó definitivamente
muerto lo que fue muerto.
Por eso (y por más cosas)
recuerdo muchas veces a mi madre:
cuando el viento
se adueña de las calles de la noche,
y golpea las puertas, y huye, y deja
un rastro de cristales y de ramas
rotas, que al alba
la ciudad muestra desolada y lívida;
cuando el rayo
hiende el aire, y crepita,
y cae en tierra,
trazando surcos de carbón y fuego,
erizando los lomos de los gatos
y trastocando el norte de las brújulas;
y, sobre todo, cuando
la guerra ha comenzado,
lejos-nos dicen- y pequeña
-no hay por qué preocuparse-, cubriendo
de cadáveres mínimos distantes territorios,
de crímenes lejanos, de huérfanos pequeños…
Ángel González
Más allá de los premios, de los reconocimientos, del éxito editorial, de los seguidores y los detractores, de los críticos y las Academias, Ángel González es una de nuestras voces poéticas imprescindibles. Para que él siga llamándose Ángel González sólo hace falta que leamos sus poemas y estará para siempre entre nosotros.
Camino por sus versos y sé que no estoy sola. Me quedan sus palabras, para reconocerme, para saberme humana en medio del dolor, y de la indiferencia (e incluso del fracaso , indiferente).
Queda quizá el recurso de andar solo,
de vaciar el alma de ternura
y llenarla de hastío e indiferencia,
en este tiempo hostil, propicio al odio. A. González.
Felipe Fernández de Irazu es, además de mi tío y un rostro irreemplazable de mi infancia, un excelente ilustrador. Ahora anda metido en un proyecto que aúna dibujos y recuerdos, y ha plasmado en diferentes ilustraciones el espíritu de su infancia perdida,dejándonos un retrato increíble de aquella triste España que le tocó vivir: la España de posguerra vista con los ojos de un niño. Porque los niños, por muy duros que sean los tiempos, por muy adversas que sean las condiciones, sólo quieren ser niños y jugar, e inventar un mundo en el que merezca la pena ser un pirata, o un soldado, o un caballero… Todos los juegos populares, que aquellos niños flacos que poblaban el Madrid de los años 40 inventaron para poder vivir su infancia, están concienzudamente recogidos en sus magníficos dibujos, y acompaña cada uno con una anécdota personal que nos hace reír, o asombrarnos, o emocionarnos hasta la médula.
La infancia de mi tío, como la de mi padre, como la de tantos niños, fue una infancia en blanco y negro donde las penurias aguzaban el ingenio y la falta de lo más básico se suplía con alegría y mucha imaginación. Pasearse por Monta y cabe es darse una vuelta por lugares que ya no existen, por juegos que ya no juegan nuestros hijos, por costumbres que han desaparecido, y por calles que han cambiado tanto que ahora nos resultan irreconocibles.
La niñez es siempre un rincón al que merece la pena volver, por muy oscuros que fueran aquellos años marcados por el hambre y la represión. Ellos no eligieron su entorno, nacieron allí, en medio del horror y la miseria, pero no por ello renunciaron a vivir haciendo lo único que sabían hacer: jugar y ser niños.¡Ojala aquella pesadilla de miedo, silencio, y criaturas escuálidas no hubiera sido más que un «juego de niños»!¡ Ójala…!
Que en las guerras no hay malos ni buenos, sólo víctimas
es un viejo adagio que todos sabemos…
Pero, cuando la guerra acaba,
hay vencedores y vencidos,
y unos arrastran a los otros por el fango y la sangre
y se regodean en su sufrimiento,
como plato final de su victoria
(fría venganza en corazones de piedra).
Y la derrota sabe a desesperanza
y a amargura, gota a gota tragada
(hora a hora,
día a día
año a año).
Lo saben los galos,
y los íberos,
y los troyanos
y los nubios,
y los cátaros…
y muchos españoles.
1) ADAGIO. (Del lat. adagium.) m. Sentencia breve, generalmente moral. II Proverbio.
Mi abuelo, como tantos otros presos políticos represaliados por las dictaduras, no sólo se vio privado de la libertad y de la palabra, sino también de la alegría y el consuelo de ver crecer a su hijo. Gracias a la palabra poética, el hijo se hace presente a pesar de su ausencia.
La «larga noche de piedra» en que se convirtió la vida de mi abuelo siempre tuvo un consuelo: el amor que profesó a los que él llamaba sus «dos luceros», mi abuela y mi padre.
Nanas del hijo ausente.
Canta niño mío
canta,que aunque lejos
yo me pongo alegre
si tú estás contento.
Canta, juega y ríe
como pajarillo
con ansias de vuelo,
por jardines llenos
de flores y luces,
de hechizo y misterio.
Y que los jazmines,
y que los romeros,
y que las magnolias,
y que los claveles
de color de fuego
sientan tu alegría
como yo la siento.
Cántale a la luna,
canta a las estrellas,
cántale a los vientos.
Cántale a tu madre
mientras que yo canto
a mis dos luceros…
Canta niño mío,
que tu voz de plata
me traigan los vientos,
y alegre las horas
de mi cautiverio.
Manuel de la Peña Piñeiro. Prisión Central de Alcalá de Henares. 29 de noviembre de 1945. Poemario a dos voces, ed. La factoría de ediciones.
En el manuscrito original, ya amarillo y ajado por el tiempo, hay borrones de tinta que dejaron las lágrimas. Nunca pregunté si eran de mi abuelo al escribirlo o de mi abuela al recibirlo… Nunca pregunté, porque no hacía falta. ( «Hay golpes en la vida tan fuertes…yo no sé»).
Han pasado los años y las penas. Ellos ya no están pero estamos nosotros: el fruto de su sangre y de sus lágrimas. Y tal vez eso sea lo más parecido a la vida eterna, dejar harto consuelo en la memoria de los que nos aman, para siempre.
La Diosa fue exiliada del corazón del hombre. Desterrada, relegada, prohibida, tuvo que refugiarse del odio y la mentira en lejanos desiertos, en bosques apartados. Dijo adiós a los templos y recintos sagrados donde era sabiamente venerada, y grabó su dolor en las piedras calizas y las grutas oscuras, mientras sus bellos nombres se borraban, envueltos por la niebla de la herejía y la superstición.
Vagó durante siglos cubierta de tristeza, y su antiguo legado milenario se vistió de ropajes que ella no comprendía. Habitó en las leyendas, se escondió en los relatos populares, en los cuentos de hogar y leña seca, o en romances y cantos de juglares y bardos.
Sin ella era imposible descifrar el enigma, completar el círculo sagrado. El llanto de la diosa se hizo lluvia de invierno, y se mimetizó en los manantiales.
Ahora duerme a la espera de otros tiempos. Pero cuentan que, a veces, se desliza en nuestros sueños o en nuestros delirios para recitarnos sus viejos salmos olvidados. Y sentimos sus lágrimas, (suaves como amapolas deshojadas, tibias como un aliento amado), resbalando, sin pudor, por nuestro rostro…
La historia de la poesía española e hispanoamericana está llena de poemas que tienen como tema el otoño o que se inspiran en él. Sería una ardua tarea exponer aquí todos esos poemas, y seguramente me dejaría muchos en el intento. Así que me limito a elegir mis preferidos, como muestra de esa especial relación que mantienen los poetas y el otoño. Dejemos que nos inunde la luz de octubre, y que nos arrullen los imperecederos versos de Ángel González, Julio Cortázar, A. Machado, José Hierro, Neruda, J. Ramón Jiménez y Lorca. ¿Acaso hay mejor forma para entrar de lleno en la esperada estación de las melancolías? Parafraseando a mi siempre admirado Miguel Hernández: «Leamos con la alegre tristeza del otoño,(…)», permitamos que la poesía nos acompañe en este camino de hojas secas que empezamos de nuevo a recorrer.
(I)
El otoño se acerca con muy poco ruido:
apagadas cigarras, unos grillos apenas,
defienden el reducto
de un verano obstinado en perpetuarse,
cuya suntuosa cola aún brilla hacia el oeste.
Se diría que aquí no pasa nada,
pero un silencio súbito ilumina el prodigio:
ha pasado
un ángel
que se llamaba luz, o fuego, o vida.
Y lo perdimos para siempre.
A González
(II)
Resumen en otoño
En la bóveda de la tarde cada pájaro es un punto del
recuerdo.
Asombra a veces que el fervor del tiempo
vuelva, sin cuerpo vuelva, ya sin motivo vuelva;
que la belleza, tan breve en su violento amor
nos guarde un eco en el descenso de la noche.
Y así, qué más que estarse con los brazos caídos,
el corazón amontonado y ese sabor de polvo
que fue rosa o camino-
El vuelo excede el ala.
Sin humildad, saber que esto que resta
fue ganado a la sombra por obra de silencio;
que la rama en la mano, que la lágrima oscura
son heredad, el hombre con su historia,
la lámpara que alumbra. J. Cortázar
(III)
Te recuerdo como eras en el último otoño.
Eras la boina gris y el corazón en calma.
En tus ojos peleaban las llamas del crepúsculo.
Y las hojas caían en el agua de tu alma.
Apegada a mis brazos como una enredadera,
las hojas recogían tu voz lenta y en calma.
Hoguera de estupor en que mi sed ardía.
Dulce jacinto azul torcido sobre mi alma.
Siento viajar tus ojos y es distante el otoño:
boina gris, voz de pájaro y corazón de casa
hacia donde emigraban mis profundos anhelos
y caían mis besos alegres como brasas.
Cielo desde un navío. Campo desde los cerros.
Tu recuerdo es de luz, de humo, de estanque en calma.
Más allá de tus ojos ardían los crepúsculos.
Hojas secas de otoño giraban en tu alma. Neruda
(IV)
OTOÑO
El cárdeno otoño
no tiene leyendas
para mí. Los salmos
de las frondas muertas,
jamás he escuchado,
que el viento se lleva.
Yo no sé los salmos
de las hojas secas,
sino el sueño verde
de la amarga tierra. A. Machado
(V) OTOÑO
Esparce octubre, al blando movimiento
del sur, las hojas áureas y las rojas,
y, en la caída clara de sus hojas,
se lleva al infinito el pensamiento.
Qué noble paz en este alejamiento
de todo; oh prado bello que deshojas
tus flores; oh agua fría ya, que mojas
con tu cristal estremecido el viento!
¡Encantamiento de oro! Cárcel pura,
en que el cuerpo, hecho alma, se enternece,
echado en el verdor de una colina!
En una decadencia de hermosura,
la vida se desnuda, y resplandece
la excelsitud de su verdad divina. J.Ramón Jiménez
(VI)
OTOÑO
Otoño de manos de oro.
Ceniza de oro tus manos dejaron caer al camino.
Ya vuelves a andar por los viejos paisajes desiertos.
Ceñido tu cuerpo por todos los vientos de todos los siglos.
Otoño, de manos de oro:
con el canto del mar retumbando en tu pecho infinito,
sin espigas ni espinas que puedan herir la mañana,
con el alba que moja su cielo en las flores del vino,
para dar alegría al que sabe que vive
de nuevo has venido.
Con el humo y el viento y el canto y la ola temblando,
en tu gran corazón encendido. J. Hierro
(VII)
RITMO DE OTOÑO
1920
A Manuel Angeles
Amargura dorada en el paisaje.
El corazón escucha.
En la tristeza húmeda el viento dijo:
Yo soy todo de estrellas derretidas,
sangre del infinito.
Con mi roce descubro los colores
de los fondos dormidos.
Voy herido de místicas miradas,
yo llevo los suspiros
en burbujas de sangre invisibles
hacia el sereno triunfo
del amor inmortal lleno de Noche.
Me conocen los niños,
y me cuajo en tristezas.
Sobre cuentos de reinas y castillos,
soy copa de luz. Soy incensario
de cantos desprendidos
que cayeron envueltos en azules
transparencias de ritmo.
En mi alma perdiéronse solemnes
carne y alma de Cristo,
y finjo la tristeza de la tarde
melancólico y frío.
El bosque innumerable.
Llevo las carabelas de los sueños
a lo desconocido.
Y tengo la amargura solitaria
de no saber mi fin ni mi destino.
Las palabras del viento eran suaves
con hondura de lirios.
Mi corazón durmiose en la tristeza
del crepúsculo.
Sobre la parda tierra de la estepa
los gusanos dijeron sus delirios.
Soportamos tristezas
al borde del camino.
Sabemos de las flores de los bosques,
del canto monocorde de los grillos,
de la lira sin cuerdas que pulsamos,
del oculto sendero que seguimos.
Nuestro ideal no llega a las estrellas,
es sereno, sencillo:
quisiéramos hacer miel, como abejas,
o tener dulce voz o fuerte grito,
o fácil caminar sobre las hierbas,
o senos donde mamen nuestros hijos.
Dichosos los que nacen mariposas
o tienen luz de luna en su vestido.
¡Dichosos los que cortan la rosa
y recogen el trigo!
¡Dichosos los que dudan de la muerte
teniendo Paraíso,
y el aire que recorre lo que quiere
seguro de infinito!
Dichosos los gloriosos y los fuertes,
los que jamás fueron compadecidos,
los que bendijo y sonrió triunfante
el hermano Francisco.
Pasamos mucha pena
cruzando los caminos.
Quisiéramos saber lo que nos hablan
los álamos del río.
Y en la muda tristeza de la tarde
respondioles el polvo del camino:
Dichosos, ¡oh gusanos!, que tenéis
justa conciencia de vosotros mismos,
y formas y pasiones,
y hogares encendidos.
Yo en el sol me disuelvo
siguiendo al peregrino,
y cuando pienso ya en la luz quedarme,
caigo al suelo dormido.
Los gusanos lloraron, y los árboles,
moviendo sus cabezas pensativos,
dijeron: El azul es imposible.
Creíamos alcanzarlo cuando niños,
y quisiéramos ser como las águilas
ahora que estamos por el rayo heridos.
De las águilas es todo el azul.
Y el águila a lo lejos:
¡No, no es mío!
Porque el azul lo tienen las estrellas
entre sus claros brillos.
Las estrellas: Tampoco lo tenemos:
está entre nosotras escondido.
Y la negra distancia: El azul
lo tiene la esperanza en su recinto.
Y la esperanza dice quedamente
desde el reino sombrío:
Vosotros me inventasteis corazones,
Y el corazón:
¡Dios mío!
El otoño ha dejado ya sin hojas
los álamos del río.
El agua ha adormecido en plata vieja
al polvo del camino.
Los gusanos se hunden soñolientos
en sus hogares fríos.
El águila se pierde en la montaña;
el viento dice: Soy eterno ritmo.
Se oyen las nanas a las cunas pobres,
y el llanto del rebaño en el aprisco.
La mojada tristeza del paisaje
enseña como un lirio
las arrugas severas que dejaron
los ojos pensadores de los siglos.
Y mientras que descansan las estrellas
sobre el azul dormido,
mi corazón ve su ideal lejano
y pregunta:
¡Dios mío!
Pero, Dios mío, ¿a quién?
¿Quién es Dios mío?
¿Por qué nuestra esperanza se adormece
y sentimos el fracaso lírico
y los ojos se cierran comprendiendo
todo el azul?
Sobre el paisaje viejo y el hogar humeante
quiero lanzar mi grito,
sollozando de mí como el gusano
deplora su destino.
Pidiendo lo del hombre, Amor inmenso
y azul como los álamos del río.
Azul de corazones y de fuerza,
el azul de mí mismo,
que me ponga en las manos la gran llave
que fuerce al infinito.
Sin terror y sin miedo ante la muerte,
escarchado de amor y de lirismo,
aunque me hiera el rayo como al árbol
y me quede sin hojas y sin grito.
Ahora tengo en la frente rosas blancas
y la copa rebosando vino.