Somos invisibles para todo aquel que no quiere vernos , para todo aquel que decide, consciente o inconscientemente, ignorar nuestra existencia. Y así, por más que nos empeñemos en hacernos notar, por mucho que hablemos, gesticulemos o incluso gritemos, seguiremos siendo invisibles. Sólo existimos para quien nos reconoce.
Y permanecemos allí, agazapados, esperando ser vislumbrados y, sobre todo, reconocidos. Porque en ese acto de reconocimiento del otro conseguimos reconfortarnos.
Buscamos en los demás señales de nuestra propia existencia, para intentar así evitar el vértigo inevitable de sabernos solos. Ansiamos ser amados, respetados, tratados con justicia. Necesitamos compartir con los otros para sentirnos vivos. Necesitamos la dialéctica de los contrarios: dar, recibir; hablar, escuchar; dormir, despertar… No tenemos otra forma de conjurar nuestros miedos, de defendernos de nuestros peores enemigos, esos que hacen que seamos invisibles: el silencio y la indiferencia.
Escribiré mi nombre muchas veces…
Tantas como haga falta
para saber que existo,
que no soy invisible
que no desaparezco
ante la indiferencia
de los que me abandonan.
Escribiré mi nombre
con lo que tenga a mano.
con barro, con ceniza,
con sudor o con sangre…