El sueño

 

 

Hoy soñé con mi abuela. Había un campo de margaritas y ella me llamaba para que me acercara a su lado. A medida que  intentaba acercarme las margaritas se hacían cada vez mas grandes y el campo más tupido e impenetrable. Ya sólo podía escuchar su voz. «¿Todavía dudas?», me decía… Y yo, encerrada en un cuerpo de niña, intentaba a duras penas abrirme paso hacia ella, hacia su abrazo, hacia su cálida presencia.

Lo siguiente que recuerdo es que estábamos en la cocina de la que fue mi casa paterna, y ella  removía con energía un guiso que hervía en un puchero mientras yo, algo mayor que en la anterior escena, la contemplaba extasiada sentada frente a ella. » Tú tienes tu propia voz. No la escondas, no la disfraces, no la temas. alguien, algún día, la escuchará». Ha sido una noche extraña y agitada.

El tiempo ha pasado. Y mientras su recuerdo me acompaña  pienso que ahora sé cuál es mi voz. Va cambiando en sus tonos y matices, pero reconozco su timbre y su color. Ha madurado, se ha mezclado con múltiples aromas, ha gritado, ha susurrado, ha buscado su sitio, e incluso ha enmudecido durante largos periodos.

 Habrá quien la escuche y quien la repudie, quien se quede a disfrutar y la haga suya, y quien huya despavorido porque no se identifica en absoluto.

Tras las modas y los movimientos, tras las transgresiones y los clasicismos,  la autenticidad es lo que importa. Escuchar la voz del alma, la que viene de dentro, la que nos reconforta. La que nos define frente a los demás. La que, al final,  configura nuestra forma particular de relacionarnos con el mundo.

La esposa fiel

                 “Mirad, ésa es Castilla, parece de miel…” 

                                                              Mª Teresa León.

 

  “Mirad Castilla, parece de miel…” La voz de Ximena viene ahora a mi memoria como una brisa fresca. Recuerdo aquellos ojos claros de su primera juventud, cuando a la corte de León llegó una doncella hermosa a compartir el lecho, y el triste destino, de Rodrigo Díaz de Vivar. ¡Y los celos de Urraca! ¡Cuánto mal les traerían! 

  La primera vez que ante mis rudos ojos apareció su delicada imagen, como una virgen tallada por manos divinas, no pude por menos que turbarme, y no me quedó sino agarrar con fuerza el puño de mi espada recién forjada en la sangre enemiga, recordando así a mi amigo y señor don Rodrigo, compañero de batallas y esposo y dueño de la que allí se me representaba cual imagen sagrada (¡quién sabe si por obra de Dios o del mismísimo diablo…!). Me dirigía con paso presto a poner al día a mi señor Don Alfonso de los últimos movimientos contra el infiel en las inestables fronteras, cuando la vi, apoyada en el alféizar de la ventana: el cabello rubio y suelto; delgada, serena, espigada (digna rama de los condes Lozano). Me fui acercando sin que mis pesadas piernas obedecieran a la negativa feroz de mi intención, y cuando mi aliento rozó levemente su mejilla, volvió su rostro hacia mí, y su voz sonó en mi oído como un bálsamo suave y tentador:

    -Mirad Castilla, parece de miel.

  – Yo, señora, tan sólo puedo mirar vuestra hermosura.

  En sus ojos se dibujó una sombra. Apartó su rostro del mío bruscamente y fijó su mirada en el sol que se fundía a lo lejos, en una lenta agonía malva y rosa. Dos cuervos negros surcaron el cielo y sus graznidos parecían anunciar oscuros presagios. Me pareció ver temblar sus labios … ¡Pero no podría jurar que fuese cierto!

  Años más tarde la vi despedirse de su esposo en San Pedro de Cardeña. “Los gallos quebraban albores” y a todos se nos espesó el ánimo. Yo troté mi caballo junto al Cid.

  -¡Ánimo Alvar Fáñez!- y su potente voz rasgó el silencio de la mañana- “de nuestras tierras nos echan, pero cargados de honra hemos de volver a ellas”.

  Bajo aquel fuerte aldabonazo se estremeció la tierra castellana (triste, miserable y solitaria). Las grandes puertas monacales cedieron al empuje de los frailes, que aparecieron ante nosotros cabizbajos y humildes. Yo sabía que Rodrigo, tras su porte altivo, sentía su corazón desgarrado y desnudo. Y casi puedo ver entre las brumas de los recuerdos, la figura de Ximena avanzando firme (rígido su cuerpo bajo el brial). “Adiós mi señor, mi bien, mi ventura. Yo os esperaré aquí, cargada de deberes, mientras batalláis en tierras extrañas. Mi lealtad y mi fe, siempre estarán allí donde os lleve fortuna con sus pasos…”. Ximena lloraba desgranándose, abriendo surcos de dolor en sus mejillas… Y he de decir, si mi memoria no me engaña, que vi también llorar a don Rodrigo la pena amarga y honda del desterrado.

  Años después, ganada ya Valencia al enemigo, ungido de honor y de gloria regresé a por Ximena, para llevarla al que habría de ser su nuevo hogar. Cuando la vi comprendí lo que años de soledad y de silencios pueden hacerle a una esposa abnegada.

  Aquella misma noche partimos para Valencia. ¡Nunca olvidaré aquel viaje! Sentía la mirada de Ximena sobre mi nuca como mil mariposas de alas blancas. Yo, que siempre fui ejemplo de la lealtad ciega al Cid, me veía irremediablemente arrastrado por el deseo hacia el oscuro pozo de la deslealtad y el deshonor.

  -¿Cómo son las moriscas, Minaya?- su voz rompió la calma de la naciente alborada – ¿Tiene la tez de canela y los pechos duros y redondos como manzanas maduras?

    La miré perplejo.

   -Pero señora- balbuceé a duras penas- ¿quién os ha metido todas esas barbaridades en la cabeza?

¿Quién ha perturbado así vuestro casto pensamiento? Las moras son moras… ¡Y ya está! Son mujeres…No sé.

  -Minaya, Minaya…- y en sus ojos profundos e infinitos adiviné una sonrisa de complicidad- No disimuléis conmigo.

  -Mi señora, yo sólo puedo contar aquello que he vivido. Y de éste tema poco os podré contar.

  -¿Queréis decir con eso que no tenéis una amante morisca escondida en los arrabales de la ciudad?- su voz sonaba como el agua que fluye de una fuente, fresca y cantarina, juguetona y vital. Me sorprendía reconocer a Ximena en aquella mujer tan mordaz, e incluso lasciva.

  – Me ofendéis pues bien sabéis que mi corazón siempre estuvo ocupado…

   -Vuestro corazón, pero… ¿y vuestro lecho?.

   Deseaba besarla. Deseaba estrechar su cintura de nieve y acariciar su rostro marchito y triste.Deseaba contarle la verdad. Decirle que su bienamado esposo sí guardaba una amante morisca en el arrabal … Pero no dije nada. No podía, no debía tirar por tierra tantos años de sacrificio y entrega.

  -Minaya, yo tengo un lugar en la historia. El deber ha marcado a hierro y fuego el sendero de mi vida. Me debo a mi esposo y a mis hijas, me debo al reino de Castilla y a su destino. El Señor así lo quiso y a mí sólo me queda acatar su voluntad.

 - ¿Y vuestras cuitas, vuestras preocupaciones?

  Mi sangre hervía de amor. Sentía su pena como una daga clavada en mis entrañas. Intenté coger sus manos en un vano gesto de acercamiento, que ella, muy a su pesar, no pudo sino rechazar.

  -Sólo eso: cuitas. Heridas del alma que cicatrizan con los años. Rodrigo ya no es mi Rodrigo. Es el Cid. Él me necesita, mis hijas me necesitan, el pueblo me necesita. Para hacer de mí una leyenda épica de mujer fiel, de “gran señora de todos los deberes”, han de despojarme de todas mis flaquezas y todos mis deseos.

  – Entonces… Nada puedo esperar.

  – ¡No Minaya! ¡No!- su voz trémula arañó los goznes de mi alma- No diré nada más. Mirad allí, a lo lejos. ¿No son esos los muros de Valencia?

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   Ahora estoy demasiado viejo, demasiado cansado. ¿Por qué no la llevé conmigo cuando murió Rodrigo? ¿Por qué no aproveche ese momento de debilidad en la inexpugnable fortaleza de su deber?

  Sus últimas palabras, antes de que nos separáramos para siempre, atormentan ahora mis últimas horas de viejo moribundo: “ Oh Minaya, Minaya! ¡Qué dura ha sido la batalla de mi vida! Una suma de obediencias ciegas, de soledades interminables, de deberes cumplidos, de deseos sepultados, de silencios de piedra. “Y vos bien sabedes que ya non puedo más…”. ¿Por qué no la abracé en aquel momento? ¿Por qué la dejé sola en valencia manteniendo con su sacrificio el gran feudo del ya mítico Rodrigo? ¿Por qué dejamos escapar la felicidad como se deja escapar un gorrión asustado de entre las manos?

  Y ahora que la Muerte igualadora viene a buscarme, me atormenta la idea de que sin ella no he vivido realmente. Rodrigo Díaz… ¡Él me dio la fama, la gloria … pero me arrebató la felicidad! Sólo espero que allá en la morada eterna, sea mi cabeza la que descanse sobre el pecho de Ximena, y sean sus labios de espuma los que me den la ansiada paz.

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Este texto fue una experiencia didáctica de hace un tiempo. Pretendía escribir textos basados en personajes femeninos aparentemente secundarios de la historia de la literatura. A mis alumnos de aquel tiempo siempre les gustó esta historia .Va por ellos.

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Las ilustraciones son de Ana C. Martín. A ella le estaré, siempre,  sinceramente agradecida.

El espejo roto

 

A veces me siento así, como un espejo roto. Intento recomponer los pedazos, y al intentar buscar mi rostro entre los fragmentos desiguales, el espejo me devuelve una suerte de retrato cubista que en nada se parece a mi verdadero rostro .
Viejos amigos, falsas esperanzas, expectativas huecas y efímeros abrazos, todo yace a mis pies como un espejo roto. Y ya no puedo recuperar, ni tan siquiera, las ganas de tener otro nuevo …
Aceptar, aceptarse, en esta sucesión de momentos posibles que es la vida. Tal vez sea la clave para sobrevivir a los naufragios, y a los fracasos, y a los intereses creados, y a las puertas cerradas, y a los largos silencios, y a las ganas terribles de tirar todas las toallas, y a los espejos rotos … (hechos añicos sobre el mármol frío).

Impaciencia

 

Nunca he sido una persona paciente. No me ha gustado sentarme a esperar que pase el cadáver de mi enemigo ( aunque estoy segura de que, el que lo hace, siempre lo acaba viendo), ni mucho menos esperar al "santo advenimiento". Si he querido algo he ido a por ello, a corazón abierto, con todas las entrañas necesarias; «a pecho descubierto» que diría mi madre, sin peto y sin espaldar, nadando incluso a contracorriente sin pararme a guardar la tan necesaria ropa.
Así que luego, más de una vez, me he quedado en la orilla, desnuda, desolada, vapuleada, y con una sensación de estúpida (con flor o con canción…) completamente comprensible. He sido impaciente, apasionada e impulsiva en todas las facetas de  mi vida: en el amor, en el trabajo, en el compromiso ideológico, en las decisiones familiares, en la amistad, en los proyectos creativos.  Que había que echar una mano, preparar un artículo, dar unas clases fuera de hora, irse de excursión a un lugar remoto, prestar unos apuntes, colgarse de una seductora sonrisa o de una enigmática mirada, defender una causa que ya estaba perdida de antemano, confiar ciegamente en un desconocido que me daba buenas vibraciones… que había que hacer cualquiera de estas «locuras» ahí estaba yo, dispuesta a confiar, a defender, a prestar, a abrazar, a compartir, a viajar, y a ilusionarme como una tonta eternamente adolescente. Y luego, sentada en las ruinas, a sentir que la vida no era esto tantas veces como fuera necesario.
Han pasado los años y, aunque  a veces me cubro las espaldas y llevo algo de ropa de repuesto, sigo siendo impaciente, apasionada e impulsiva. Sigo confiando,  prestando sin fianza, abrazando, y esperando («Penélope de eterna primavera») aquello que ya no ha de volver.