El último poema.

Fuego es último poema que nos queda de mi abuelo. Lo escribió estando muy enfermo, y representa el profundo sentimiento de naufragio y desolación que ya por aquellas fechas le embargaba. Las utopías se desmoronaban, no quedaba espacio para los ideales, y la vida no era ya sino una sucesión de desventuras. Aún así, en todas las imágenes que nos quedan de él, siempre nos regala su sonrisa de luna morena.
Sus poemas son poemas de la voz robada, del silencio impuesto y la condena injusta . Emanan de la experiencia directa del DOLOR con mayúsculas, de la pérdida, de la desesperanza. Cuando los leo siento que rescato su voz, que la libero y que estoy junto a él, sentada donde nunca pude estarlo, a la orilla de un mundo más humano y más justo. Y él agarra mi mano, y me canta canciones, y me lee bellos cuentos, y me llena de besos. Y entre las cenizas de los desiertos calcinados, vemos como renacen los cerezos en flor…

¡ Fuego…!

Él es mi ídolo, sí, y al contemplarle
mi alma se extasía en su incremento,
entabla ruda lucha con el viento
y vence más cuanto más quiere apagarle.

Majestuoso la gestión comienza,
destruye, purifica e ilumina;
ahora en el llano, luego en la colina,
por doquier se le ve con gentileza.

Arrastra los palacios y las chozas,
todo lo mide equitativamente,
no respeta la hacienda del pudiente
quemando al par las zarzas que las rosas.

Postrado, como a rey te acojo
de lo existente y de lo ya existido;
y puesto que lo viejo es consumido,
prosigue tu labor, sea todo rojo.

Nubla del sol la grande semejanza
con las sombras de tu humo desprendido,
y véase entre espirales confundido
el espacio y la tierra sin tardanza;

no descanses, no duermas, purifica
lo creado de este lodazal inmundo,
y surja del solar desinfectado,
con otra humanidad, un nuevo mundo.

Manuel de la Peña Piñeiro.
14 de Mayo del 56
Poemario a dos voces. Ed.La factoría de ediciones

Nuevas voces

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«A distinguir me paro las voces de los ecos(…)» A. Machado

Me gusta resguardarme a la sombra de los grandes poetas, cobijarme entre sus versos, alimentarme de sus frutos y su savia, sentirme resguardada del inhóspito enjambre en el que habito, y recobrar la armonía perdida en los duros embates de la monotonía.
Este ha sido un año lleno de descubrimientos literarios y artísticos. Nuevas voces se han abierto camino entre los tumultos y la algarabía y me han hecho sentirme menos sola, menos confusa, menos ausente. Siempre, desde pequeña, quise sembrar el mundo de palabras; pero también deseaba recogerlas, recolectarlas cuidadosamente, y paladearlas lentamente hasta hacerlas mías. Siempre me ha gustado habitar en las palabras, en las propias y en las ajenas.
Quiero dedicar esta entrada a todos los que me han regalado sus palabras tan generosamente en este tiempo que hemos compartido, a todos los que se llevaron las mías con ellos en algún momento, a los que leyeron y callaron porque el silencio es también un bello lenguaje. Y quiero dedicársela a las nuevas voces que me conmueven cada día cuando salgo a recibirlas y las reconozco entre los ecos. Gracias a las necesarias «caricias perplejas» de Olga Bernad, a «las diosas y las nubes» donde Juan Manuel Macías teje sus «divinos» versos, a los maravillosos «divagues» de Santiago Bosco , a las siempre acogedoras «miradas íntimas» de Carmen Jiménez, al mágico «desván» donde guarda sus libros Marta López, al «cuaderno de versos para la luna» de Maria José y a los «bosques» de Borromín que aún no he podido transitar. Gracias a todos, los que estuvisteis, los que todavía estáis, por enredaros entre mis palabras.

Tardes de otoño.

Cada vez que leía aquellos versos volvía a tener de nuevo diecisiete. Hacía frío en los parques y «ojalá que la lluvia deje de ser milagro que baja por tu cuerpo«, y «he sentido en tu boca una alborada» y se deshojaba el árbol de la nostalgia, y «eras la boina gris y el corazón en calma» , cubriendo de hojas secas los húmedos recuerdos.
Cada vez que llegaba el otoño llegaban los besos dormidos y las palabras no dichas, y las carpetas mojadas y los largos silencios… La luz de octubre lo inundaba todo y doraba las tardes tiñéndolas de ámbar.
En sus ojos de otoño habitó la tristeza, la soledad, el olvido, el desamparo. La vida fue borrando su perfil, los rasgos de su rostro. Puso un temblor de invierno en sus manos de nieve y una curva dolorida en su espalda. Tiñó de desconsuelo el cobre de su pelo y se llevo la firmeza de aquella piel, que un día, sembraron de promesas amantes olvidados.
Pero a veces, en las tardes de otoño, la vida le regalaba primaveras, y enhebraba los rumores de un pasado imposible. Recordar en otoño era una concesión a la melancolía, un dejarse arrastrar a las profundas raíces, al vértice de la memoria, a las orillas de lo que pudo haber sido… Recordar en otoño era una puerta falsa a una felicidad de cartónpiedra y castillos de humo, a una mentira amable con sabor a ceniza y flores muertas.
En las tardes de otoño, hasta podía ser bella y apacible la tristeza…

Cernuda y la dialéctica de los contrarios.

«Todo lo que es hermoso tiene su instante y pasa…» L. Cernuda

Leer a Cernuda es siempre un motivo de júbilo poético, una oportunidad para reafirmarnos en el poder transformador de la Poesía. Por muchas veces que nos hayamos acercado a sus versos, por mucho que algunos estén grabados en nuestra memoria, siempre queda un momento para el asombro. Así siguen sorprendiéndonos su dominio de la imagen onírica, su ruptura con los viejos moldes sin renunciar del todo a la mejor tradición, su conocimiento de los clásicos, los románticos, los vanguardistas. Con él descubrimos de nuevo la poesía pastoril, basada en diálogo ontológico del poeta con la naturaleza en un vano intento de superar la dualidad, la imposible dialéctica de los contrarios: realidad y deseo, arte y naturaleza, amor y muerte, memoria y olvido, libertad y prohibición, placer y sufrimiento. Todos ellos vertebran la poesía cernudiana dotándola de unidad dentro de sus distintas etapas.
Con él redescubrimos a Bécquer. Un Bécquer oscuro y enigmático, que se aleja de la visión edulcorada y fácil del poeta amoroso de la adolescencia.
Donde habite el olvido,
En los vastos jardines sin aurora;
Donde yo sólo sea
Memoria de una piedra sepultada entre ortigas
Sobre la cual el viento escapa a sus insomnios.
(…)
Donde penas y dichas no sean más que nombres,
Cielo y tierra nativos en torno de un recuerdo;
Donde al fin quede libre sin saberlo yo mismo,
Disuelto en niebla, ausencia,
Ausencia leve como carne de niño.
Allá, allá lejos;
Donde habite el olvido.

L. Cernuda
«Donde habite el olvido» nos recrea un poema de Bécquer ciertamente estremecedor y cuyos últimos versos rezan así:
«…en donde esté una piedra solitaria,
sin inscripción alguna,
donde habite el olvido,
allí estará mi tumba.»

Donde habite el olvido y Los placeres prohibidos llegaron a mí como un regalo. Una de esas lecturas que te despiertan los sentidos y cambian para siempre tu percepción del mundo y del amor: «No es el amor quien muere,/ somos nosotros mismos(…)».
Cuando uno tiene apenas veinte años y deja palpitar su corazón en el entorno hostil de los amores juveniles, éste ( protegido hasta entonces en el calor del hogar y la inocencia adolescente) no puede por menos que tiritar de frío. Y en esa helada estepa del desamor, las palabras de Cernuda nos cobijan, nos envuelven, nos abrazan. Y nos sentimos un poco menos solos, un poco menos heridos, un poco reconfortados en esa extraña suerte de regodeo que proporciona reconocernos en el dolor ajeno, e identificarnos plenamente con ese poema que parece escrito sólo para nosotros en ese preciso instante en que leemos …» si el hombre pudiera decir lo que ama,/ si el hombre pudiera levantar su amor por el cielo/ como una nube en luz».
En la lectura poética sólo estamos nosotros, los lectores. Reconociéndonos, reencontrándonos, volando alto para hundirnos después en las profundidades de nuestro propio infierno. Cuando leemos poesía no hay evasión posible, no hay ficción; sólo vida, belleza, misterio, conocimiento, risa, llanto, dolor, ira, rabia, deseo, nostalgia o armonía. En fin, todo lo humano cabe en un solo verso.

Cuando en días venideros, libre el hombre
del mundo primitivo a que hemos vuelto
de tiniebla y de horror, lleve el destino
tu mano hacia el volumen donde yazcan
olvidados mis versos, y lo abras,
yo sé que sentirás mi voz llegarte,
no de la letra vieja, mas del fondo
vivo en tu entraña, con un afán sin nombre
que tú dominarás. Escúchame y comprende.
En sus limbos mi alma quizá recuerde algo,
Y entonces en ti mismo mis sueños y deseos
Tendrán razón al fin, y habré vivido

Luis Cernuda, Como quien espera al alba

PD. Ver una presentación sobre la poesía del 27 que realicé hace unos años y con la que inauguré este blog.

La memoria herida : «El regreso»

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Hace diez años, tal día como hoy, murió mi abuela. Era un día de verano rezagado, de estos últimos días de tránsito entre el estío que se resiste y el otoño que se distrae. Se fue sin hacer ruido. Esperaba su muerte. Había perdido la memoria, ella que tanto se aferraba a sus recuerdos por mucho que dolieran, por mucho que costara tejerlos día a día como una fiel Penélope. Yo me quedé con ellos; heredé su delicada tela de tristes remembranzas, y ahora la tiendo al sol de esta ventana al mundo.
De todos sus recuerdos quisiera rescatar el de un reencuentro. La vuelta de mi abuelo en un día cualquiera de aquella larga noche de piedra que les tocó vivir. Volvía de Burgos, de ese triste y sórdido penal donde se pudrían miles de presos republicanos. No sabía donde ir; su familia estaba desaparecida y sólo tenía las cartas de mi abuela, con la que ni siquiera estaba casado, y a la que no sabía muy bien qué decirle después de varios años separados. La historia de amor de mis abuelos es una historia epistolar, llena de cartas, matasellos, poemas, nombres tachados, sobres devueltos… Esto es sólo un retazo que yo rescato ahora en esa lucha contra el olvido que ella empezó y yo sólo continúo.

«El regreso»

Abrió la puerta y lo encontró esperando. Perdido, desolado, hambriento, exhausto. No llevaba equipaje, tan sólo un sobre descolorido con una dirección: Bravo Murillo, 132. 1º derecha. Reconoció su letra; le había escrito esa carta hacía ya tres años. ¡Pensaba que habría muerto! Lo miró desolada. ¡Estaba tan delgado, tan cansado, tan triste! No supo qué decir… ¡No dijo nada! Lo abrazó, y la certeza de ese abrazo pareció devolverles de nuevo la esperanza.
Pero fue una ilusión, un brillo pasajero: la realidad se impuso («habéis perdido, necios, ¿es que no oís? ¡Vencidos! Callad, callad, desterrad las palabras, ¡cortaos la lengua si hace falta! Pero, ¡silencio! Escondeos en vuestras catacumbas, que nadie pueda oír vuestro inútil lamento»).
No quería que él sintiera su miedo, que pudiera olerlo, intuirlo siquiera. Intentó no pensar, no recordar.
Cerró la puerta. Se quedó fuera el frío. ¡Qué largo estaba siendo aquel invierno! El tiempo se detuvo en aquel dormitorio, entre sábanas blancas y cajones vacíos. Sobraban las palabras. El amor es experto en silencios oportunos.
Aprendieron a vivir en el mutismo, en el sigilo, en la cautela. El tiempo de los ideales había pasado. Ahora era el tiempo de la supervivencia. Encogidos, larvados, agazapados, quietos… Aguardando si acaso, que, algún día, alguien les anunciara el esperado regreso de la primavera.

( Este breve relato forma parte de La memoria herida y otros relatos)

Una tarde de lluvia con César Vallejo

Fue una tarde de lluvia del año 90. Decidí resguardarme del absurdo aguacero inesperado entre los cálidos estantes de una librería. Todavía quedaba algo de tiempo para que pasara de nuevo el autobús y decidí comprar uno de los libros que debíamos leer aquel último año.
Después de conseguir lo que andaba buscando, salí a la fría humedad de las aceras y me dispuse a esperar el autobús bajo una marquesina atestada de gente. Ante el previsible retraso y aprovechando la luz de la tarde que aún se resistía a abandonarnos, saqué mi libro nuevo dispuesta a disfrutar del olor inconfundible de las hojas en esa primera lectura. Siempre me ha gustado el olor, el tacto, la tibieza, de los libros recién comprados. Abrí la bolsa y leí: César Vallejo. Obra poética completa.Alianza tres . Era un libro verde que todavía me acompaña tras mis múltiples mudanzas, eso sí, con el lomo bastante deslucido… Leí el primer poema y nunca olvidaré el impacto emocional que me produjo:

LOS HERALDOS NEGROS

Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma… ¡Yo no sé!

Son pocos; pero son… Abren zanjas oscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán tal vez los potros de bárbaros atilas;
o lo heraldos negros que nos manda la Muerte.

Son las caídas hondas de los Cristos del alma,
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.

Y el hombre… Pobre… pobre! Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como charco de culpa, en la mirada.

Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!

La lluvia seguía cayendo, y yo allí con los heraldos negros, los mensajeros de la muerte, los golpes de la vida ( «tan fuertes…¡Yo no sé!»). Los autobuses pasaban y ninguno era el mío. Y yo allí, con ese Dios iracundo y silencioso, con ese hombre perdido con su dolor a cuestas, con mi dolor pugnando por hacerse algún hueco, con la culpa, la pena, los puntos suspensivos.
Una tarde de lluvia leí a César Vallejo. Tenía veintiún años y algún que otro sinsabor en mi maleta. Me empapé de su poesía existencial, desnuda, humana, que se iba volviendo tensa, abrupta, despojada, con un expresionismo que rozaba el absurdo (ese salto de la analogía a la ironía, que lleva del modernismo al vanguardismo) , y de allí un acercamiento al surrealismo para recuperar de nuevo el humanismo existencial , el compromiso social, y la utopía.
PIEDRA NEGRA SOBRE UNA PIEDRA BLANCA

Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París -y no me corro-
tal vez un jueves, como es hoy de otoño.

Jueves será, porque hoy, jueves, que proso
estos versos, los húmeros me he puesto
a la mala y,
jamas como hoy, me he vuelto,
con todo mi camino, a verme solo.

César Vallejo ha muerto, le pegaban
todos sin que él les haga nada;
le daban duro con un palo y duro

también con una soga; son testigos
los días jueves y los huesos húmeros,
la soledad, la lluvia, los caminos…

CÉSAR VALLEJO (Santiago de Chuco, 1892- París, 1938)

Y se murió en París, con aguacero, no sé si un jueves, no sé si llovería; sólo sé que yo le leí por primera vez en medio de la lluvia, y los que pudieron ver mis lágrimas se confundieron, y seguro pensaron que esa joven imprudente y distraída no se había resguardado lo suficiente de aquel aguacero otoñal… Y tendrían razón, porque todavía, a estas alturas de mi vida, no he aprendido a resguardarme ni del dolor, ni de la lluvia.

Antonio Gamoneda

UN ÁNGEL GÓTICO

Inmóvil, claramente
inhumano en la
pura catedral
vive un ángel.
Un ángel no tiene ojos.
Un ángel no tiene sangre.
Él no vive en la vida, él no vive
en la muerte, él está
vivo en la belleza.

A. Gamoneda

Me gusta la poesía de Antonio Gamoneda, ese poeta con aire de persona «corriente», de abuelo de cualquiera, que, como el mismo confiesa sin pudor, le viene dado de su condición de hombre pobre, de superviviente de una vida de trabajo alienante y penurias económicas. Me gusta su concepto de la poesía más allá de un género o una tipología textual:
«La poesía «cuyo género carece de nombre» (vuelvo aquí a citar a Aristóteles) puede implicarse en módulos poemáticos, pero también, con igual entereza y legitimidad, en cualquiera otro de los géneros literarios o en la trama de varios o de todos ellos, trama a la que alude Lázaro Carreter como peculiar de la escritura contemporánea. Por no tener género, por no ser, en rigor, literatura, la poesía puede estar en todas las formas que la literatura adopte. Su esencialidad y su sentido han de buscarse en la sensibilidad y en la existencia antes que en el lenguaje convenido.(…)
La literatura está en la ficción, que puede ser maravillosa, pero la poesía es una realidad en sí misma. La poesía no es literatura. Contiene nuestros goces y nuestros sufrimientos, y esa relación con la existencia le da un carácter que va más allá de los géneros. Por eso también hay poetas literatos y novelistas poetas.(…)
El poeta está en una constante creación, tiene una manera especial de contemplar la realidad. Elliot nos dice que se trata de llegar al conocimiento a través de la sensibilidad.»

Para la lírica siempre son malos tiempos, porque los poetas no son rentables. No mejoran el producto interior bruto, ni generan grandes beneficios, ni favorecen el consumo. Ellos sólo desvelan el mundo, despojando a la realidad de las burdas y opacas telas con que otros se empeñan en cubrirla; buscan el conocimiento y proporcionan una extraña suerte de entendimiento, una nueva percepción de las cosas que nos rodean, que nos aleja de la alienación iluminando las zonas oscuras. Los poetas son incómodos, y mucho más si no se venden, no se pliegan a las modas o las ventas, no buscan la fama o el reconocimiento.

«Vuelvo a casa atravesando el invierno: olvido y luz sobre las ropas húmedas.
Los espejos están vacíos y en los platos ciega la soledad.
Ah la pureza de los cuchillos abandonados
. «
A. Gamoneda.

La poesía nos hace más humanos, nos salva de los abismos y de la desesperanza, nos consuela, nos abrasa, nos conmueve.
La poesía nos devuelve al principio de todo, cuando el hombre nombraba las cosas para hacerlas reales, para dotarlas de sentido y de forma, para que, al pronunciar los sonidos, la magia del lenguaje, en su perfecta alquimia, creara la palabra.

Vencidos

(I)
Primero les dijeron que era pronto, muy pronto para hablar del pasado.
Y luego les dijeron que era tarde, muy tarde, para reabrir de nuevo las heridas.
Pero…¿es que se cerraron?
(II)
Los vencidos no tienen historia. Deben callar para sobrevivir. No tienen derechos, ni pasado, ni muertos que enterrar. Se arrastran como sonámbulos, sin nombre y sin memoria, por las cloacas grises de las posguerras. Se alimentan del miedo y la desconfianza, se esconden, se escurren, se niegan a sí mismos para seguir existiendo. Queman sus recuerdos para no delatarse, para que se borre lo que fueron.
El llanto de los vencidos se ahoga en el silencio al que están condenados. Son pájaros sin alas , sin cielo, sin esperanza. Atraviesan fronteras camino de la nada, se pudren entre rejas, son tiroteados en las tapias, amontonados en fosas comunes, tirados en cunetas…
Los vencidos van dejando pasar los años y la vida. Se dejan envolver por el humo , denso y espeso, del olvido.
Y en ese no vivir, siguen muriendo un poco cada día…

(III)

Yo crecí entre vencidos. Nunca me enseñaron a odiar. Lo que sí me transmitieron fue un respeto absoluto por la libertad como bien supremo, una completa aversión a los totalitarismos, y una devoción absoluta por la cultura en todas sus manifestaciones. Les debo todo lo que soy, lo he dicho muchas veces y no me cansaré de repetirlo. Yo heredé su voz amurallada , y ahora la grito al viento y la lanzo de nuevo a la mañana. Sin rencor, pero sin miedo.

Escuchar «Vencidos» versión de J. M. Serrat sobre el poema de León Felipe.
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Releyendo a Rubén Darío

Ruben Darío es, sin asomo de duda, uno de mis poetas imprescindibles. Tendría que remontarme a las tardes de invierno de mi cada vez más lejana infancia, cuando, como un juego mnemotécnico, mi abuela pronunciaba las palabras mágicas «Juventud, divino tesoro…», y yo debía contestar «ya te vas para no volver…», y ella, con una sonrisa de secreta satisfacción continuaba » cuando quiero llorar no lloro…«, y yo, para que su satisfacción fuera completa, respondía «y a veces lloro sin querer…».
Unos años después, en los últimos cursos de EGB, D. Antonio ( un profesor delgado, con un marcado acento sevillano y una inclinación ciertamente tendenciosa a pedir «voluntarios») se acercó a mi pupitre y, señalando con su dedo índice mi libro abierto, dijo: «lea jovencita, lea». Tembló mi voz con los primeros versos de la Sonatina ( «la princesa está triste…»), pero, a medida que avanzaba en la lectura, la sonoridad de aquellas palabras me envolvía y al llegar a la «hipsipila que dejo la crisálida/ la princesa está triste, la princesa está pálida…», el ritmo me había embriagado completamente, y la secreta belleza de aquellas esdrújulas me había conquistado para siempre.
Años después hice mío aquel decálogo poético que precede a su obra El canto errante: «La poesía existirá mientras exista el problema de la vida y de la muerte. El don del arte es un don superior que permite entrar en lo desconocido de antes y en el ignorado de después, en el ambiente del ensueño o de la meditación. Hay una música ideal como hay una música verbal. No hay escuelas; hay poetas. El verdadero artista comprende todas las maneras y halla belleza bajo todas las formas. Toda la gloria y la eternidad están en nuestra conciencia”.
Más allá de su mistificada imagen de esteta decadente, de poeta preciosista, Rubén Darío es un poeta prometeico de la modernidad; un incansable buscador del fuego y la palabra; un creador en eterna lucha contra lo inefable. Su profunda angustia existencial, su anhelo y su necesidad de descifrar el enigma, de encontrar la ARMONÍA que pudiera salvarle del nihilismo, impregnan toda su obra, y se hace más patente a partir de Cantos de vida y esperanza. Los versos de su «autorretrato artístico y vital» nos desvelan un alma sensible, atormentada y rebelde , que sufre los embates de la incipiente sociedad moderna (con su individualismo competitivo, y su desaforada carrera hacia la bonanza económica, dejando a un lado todo aquello que no fuera potencialmente productivo), así como la terrible orfandad espiritual a la que se enfrenta el hombre del siglo XX.

Yo soy aquél que ayer no más decía
el verso azul y la canción profana,
en cuya noche un ruiseñor había
que era alondra de luz por la mañana.
(…)
Yo supe de dolor desde mi infancia;
mi juventud… ¿fue juventud la mía?
sus rosas aún me dejan su fragancia,
una fragancia de melancolía…
(…)
En mi jardín se vio una estatua bella;
se juzgó mármol y era carne viva;
una alma joven habitaba en ella,
sentimental, sensible, sensitiva.
(…)
La torre de marfil tentó mi anhelo;
quise encerrarme dentro de mí mismo,
y tuve hambre de espacio y sed de cielo
desde las sombras de mi propio abismo.
(…)
Y la vida es misterio; la luz ciega
y la verdad inaccesible asombra;
la adusta perfección jamás se entrega,
y el secreto ideal duerme en la sombra.
(…)
La virtud está en ser tranquilo y fuerte;
con el fuego interior todo se abrasa;
se triunfa del rencor y de la muerte,
y hacia Belén… ¡La caravana pasa!

Cuando me siento triste y vienen a tentarme las grises «sombras del abismo», cuando las respuestas no acuden una vez formuladas las eternas preguntas, entonces recuerdo la última estrofa de su poema «Nocturno», y dejo que sus versos se enreden entre mis dedos y los repito, lentamente, dejándome envolver por sus «divinas palabras» :

Todo esto viene en medio del silencio profundo
en que la noche envuelve la terrena ilusión,
y siento como un eco del corazón del mundo
que penetra y conmueve mi propio corazón.

La memoria y la canción

«Nos quedan la memoria y la canción…»
A mi abuelo Manuel, que penó y sufrió por las cárceles de Franco hasta su muerte, y cuyo único delito fue negarse a secundar lo que él consideraba una traición a las libertades conquistadas durante la república; eso, y militar en las peligrosas filas de la filantropía. De él heredé esta simpatía, o empatía (del griego `pathos´), por los humildes, por los desheredados, por los que sufren, por los que sienten sobre ellos el peso de la injusticia. Leyendo sus escritos comprendí que, por mucho que valga un hombre, nunca tendrá más valor que el propio de ser hombre, que los dogmatismos llevan a los totalitarismos y que, por muy gruesos que sean los muros, no pueden encerrar el pensamiento libre. Otro de sus preciados legados fue mi pasión por la literatura, y un completo desinterés por los falsos parnasos y las academias, por los laureles y los «tenores huecos». Como él, escribo para compartir con otros lo que me identifica, lo que me abrasa, lo que me asombra, lo que me desvela; sin más pretensión que la de ser yo misma, y regalar mis palabras a aquellos que quieran acercarse a leerlas o escucharlas. Él nada pudo dejarme excepto sus palabras; yo nada tengo para homenajearle si no son mis torpes palabras. Él y otros como él, entregaron sus vidas y su libertad con la firme convicción de que yo, y otros como yo, algún día pudiéramos lanzar nuestras voces al viento libremente, sin miedos, sin rencores, sin esperar a cambio nada; tan sólo la satisfacción de haberlas dejado volar.

Os lo quitaron todo,
la hacienda, la alegría, la palabra.
Os dejaron desnudos, despojados
en medio de la noche.
Una noche sin tregua, sin luna, sin mañana…

Os lo quitaron todo,
El llanto, la esperanza.
Las lágrimas se secan
en las cuencas vacías de los ajusticiados…

Os lo quitaron todo,
la casa, la patria, la familia.
Todo era suyo. ¡Suyo!

¿Qué será de vosotros, huérfanos, desahuciados,
sin patria, sin casa, sin bandera,
sin himnos, sin estatuas,
sin pasado glorioso?

¿Qué será de vosotros, vencidos, humillados,
sin justicia, sin pan y sin memoria?

No, ¡sin memoria no!
La tendrán vuestros hijos,
y la tendrán los hijos de los hijos,
y todos los que vengan.
Ellos tendrán de nuevo lo que os arrebataron:
la casa, la alegría, la palabra,
la justicia, el mañana y la canción.

Mª Luisa de la de la Peña, «La voz libre».
Del libro Poemario a dos voces , ed. La Factoría de ediciones.