La página en blanco.

Estaba allí, delante de la página en blanco, sintiendo el vértigo de las posibilidades infinitas, entre las que también se encontraba la de no ser capaz de escribir nada… La pluma temblaba entre sus dedos, y las palabras pugnaban por salir a borbotones, sin «orden ni concierto», dispuestas a teñir la inmensidad de aquella hoja que se ofrecía para ser sembrada. Tuvo miedo, pudor, desconfianza, intentó renunciar… Pero ellas, las palabras, siguieron llegando desde todos los recónditos lugares de su corazón; desde todos los oscuros rincones de su memoria; desde los más lejanos huecos; desde las más olvidadas esquinas polvorientas de su imaginación. Y las dejó allí, cómodamente instaladas en aquella página en blanco que alguien leería algún día, o que , tal vez, amarillearía para siempre en un cajón. ¿Y es que acaso importaba? Escribir era vivir, respirar, crecer, encontrarse, reencontrarse, hundirse y volver a emerger. Leeremos, y en ese instante, la magia de la palabra lo envolverá todo. Nos ungiremos de palabras, nos abrazaremos a ellas y este estúpido mundo cobrará sentido por un momento.¡Nos salvarán las palabras!

Las voces y los ecos

«A distinguir me paro las voces de los ecos,
y escucho, solamente, entre las voces, una.» A.Machado

Se han callado las voces, todo está en calma.
Sólo el silencio acompaña la paz en que ahora habito.

Ha cesado la loca algarabía. No hay llamadas, no hay cartas.
Sólo escucho tu voz en la quietud total que ahora me abraza.

El amor es experto en silencios oportunos…
Pero sabe bien escoger las palabras necesarias.

Y entonces, envueltos en la rítmica cadencia de la voz amada,
podremos de nuevo renacer de nuestras olvidadas cenizas.

Los amantes

Llueve a los últimos besos del amanecer.
Dos cuerpos paralelos, en la blanca soledad del lecho,
abandonan la quietud.

El abrazo es la ofrenda en las noches insomnes.
Las promesas se enredan: abrazos, bocas, sombras…
Amantes fugitivos, sepultados, heridos por los rayos de la luz.

Alborada de lluvia, repetida caricia de tu nombre en los labios.
Humo en la madrugada, cuerpos deshabitados, besos errantes.
Amanecer en ti…

A Ramón, por tanto amor.

Donde nacen las nubes



Cuando mis hijos, que todavía habitan en la edad de la inocencia y nada entienden de la crueldad del mundo, me preguntaron un día por qué algunos niños lloraban desconsoladamente detrás de la pantalla de nuestro televisor, tuve que explicarles, no sin cierto temor y con bastante torpeza, que, en algunos lugares, los niños amanecen cada día bajo el rostro terrible de la guerra. Para ello inventé un pequeño cuento al que titulé Donde nacen las nubes. Más tarde, mi querida Ana se acercó a él y realizó estas ilustraciones que han sido para mí un regalo inestimable y sorprendente.

Julia Uceda


EL TIEMPO ME RECUERDA

Recordar no es siempre regresar a lo que ha sido.
En la memoria hay algas que arrastran extrañas maravillas;
objetos que no nos pertenecen o que nunca flotaron.
La luz que recorre los abismos
ilumina años anteriores a mí, que no he vivido
pero recuerdo como ocurrido ayer.
Hacia mil novecientos
paseé por un parque que está en París -estaba-
envuelto por la bruma.
Mi traje tenía el mismo color de la niebla.
La luz era la misma de hoy
-setenta años después-
cuando la breve tormenta ha pasado
y a través de los cristales veo pasar la gente,
desde esta ventana tan cerca de las nubes.
En mis ojos parece llover
un tiempo que no es mío.
Julia Uceda.

La poesía española está llena de grandes olvidados. Los libros de texto, en su afán acotador, los reducen a simples nombres en una lista, o incluso prescinden de ellos. Me he propuesto ir rescatando algunos de ese triste rincón de los relegados. Empiezo por Julia Uceda, que marcó una parte de mi educación sentimental, y de este humilde quehacer literario que aún me ocupa. Entre los papeles amarillentos que aún guardo de mis años de universidad, encontré este poema…

El árbol


Ilustración de Ana C. Martín

El viento del otoño azotaba sin tregua las ramas del árbol. Por mucho que éste se empeñaba, nada podía contra la fuerza de aquel soplo que le despojaba cruelmente de su bello manto de hojas amarillentas. Le gustaba especialmente el abanico de colores que se mezclaban en su copa al llegar septiembre: del marrón al amarillo, pasando por el rojo, el ocre, el sepia y alguna pincelada tímida de un verde que se resistía a ceder su terreno. ¡Pero duraba tan poco aquella fiesta de colores otoñales!… El viento de octubre se había llevado una vez más su abrigo estival, y tan sólo una hoja conseguía sostenerse soportando aquel vaivén incesante.
¡Cuántas veces los vientos del otoño sacuden nuestras vidas empeñados en llevarse todo lo que quedó caduco, el equipaje que ya no nos sirve, el absurdo fardo de lo irrecuperable! Y nosotros, como la irreductible hoja del árbol , nos aferramos a lo que fuimos por miedo a lo que nos depara el largo invierno, sin ser capaces de confiar en el eterno ritual de renacimiento que nos regalará la primavera…

La puerta


«A todos los que, con sus risas y sus palabras, me han anclado al presente y a la certeza»

Llevaba mucho tiempo llamando a aquella puerta que nadie abría. Tanto, que ni siquiera se había percatado de que dentro no había luz, ni atisbo alguno de vida. Las ventanas permanecían cerradas y el polvo del olvido lo cubría todo. Se sentía huérfana, abandonada, perdida. Acurrucada en aquella puerta , empeñada en aferrarse a las ruinas de un pasado irrecuperable, se dejó envolver por la ceguera y , durante un tiempo, no fue capaz de ver que, frente a ella, una casa nueva, invadida por la luz, las risas y la vida, abría las ventanas para que ella mirase.
Por fin un día abrió los ojos. En medio de la espesa niebla que la envolvía, pudo vislumbrar una luz que se abría paso a duras penas para llegar a ella y acariciar su piel dormida. Consiguió acostumbrar sus ojos ciegos a aquella luz, y, poco a poco, fue dibujando los contornos de una puerta entreabierta por la que se colaba un resplandor dorado.
Se acercó lentamente y, a medida que se adentraba en el umbral, pudo sentir todo aquello a lo que, sin saberlo, había renunciado por su obcecación: la cálida presencia de las cosas presentes; el aliento tenue de la vida que late; el acogedor abrazo de la certeza.

«Gracias a la vida, que me ha dado tanto(…)»

d-fm-gracias-a-la-vida.mp3

d-fm-gracias-a-la-vida.mp3

Afirmación.

No busques en mis versos
metáforas audaces,
mi verso es sólo un verso fugitivo,
un verso sin medidas,
sin trajes, sin adornos…

No busques en mis versos
retórica sublime,
mi verso es sólo un verso necesario,
un verso que no sabe
de escuelas ni de estilos…

No busques en mis versos
las gongorinas formas,
mi verso es sólo un verso
que olvidó los recursos.

No busques en mis versos
complicados retruécanos,
mi verso es sólo un verso
que grita lo que siente.

Es la risa, la lágrima,
el eco, la memoria.
Es la puerta cerrada,
el grito reprimido,
la huella sin arena,
el beso sin orillas.

Es un niño desnudo
que tirita en la noche,
un recuerdo dormido,
un silencio oportuno.

Es el viento, la lluvia,
el barro, la mañana,
la sonrisa, la rabia,
el corazón, la idea…
El aliento de vida
que late en las palabras.


Marisa de la Peña

Placeres cotidianos

Mañanas de domingo. El olor a café y bollos recién hechos inundándolo todo. Un buen libro, flores recién abiertas, el calor de su cuerpo junto al tuyo, las risas compartidas, las hojas en el pelo… La luz de la mañana es un presagio breve de lo que nos espera.
Son las «pequeñas cosas», los «pequeños placeres»; esos que no son dignos de epopeyas, ni elegías, ni sinfonías, ni liras, ni sonetos. Son las huellas humildes de la vida, las sencillas recetas de lo cotidiano, que, en algunos momentos, nos acercan a la certeza de sabernos vivos, plenos, e incluso necesarios.