Aún se queja su alma vagamente,
el oscuro vacío de su vida.
Más no pueden pesar sobre esa sombra
algunas violetas,
y es grato así dejarlas,
frescas entre la niebla,
con la alegría de una menuda cosa pura
que rescatara aquel dolor antiguo.
Quien habla ya a los muertos,
mudo le hallan los que viven.
Y en este otro silencio, donde el miedo impera,
recoger esas flores una a una
breve consuelo ha sido entre los días
cuya huella sangrienta llevan las espaldas
por el odio cargadas con una piedra inútil.
Si la muerte apacigua
tu boca amarga de Dios insatisfecha,
acepta un don tan leve, sombra sentimental,
en esa paz que bajo tierra te esperaba,
brotando en hierba, viento y luz silvestres,
el fiel y último encanto de estar solo.
Curado de la vida, por una vez sonríe,
pálido rostro de pasión y de hastío.
Mira las calles viejas por donde fuiste errante,
el farol azulado que te guiara, carne yerta,
al regresar del baile o del sucio periódico,
y las fuentes de mármol entre palmas:
aguas y hojas, bálsamo del triste.
La tierra ha sido medida por los hombres,
con sus casas estrechas y matrimonios sórdidos,
su venenosa opinión pública y sus revoluciones
más crueles e injustas que las leyes,
como inmenso bostezo demoníaco;
no hay sitio en ella para el hombre solo,
hijo desnudo y deslumbrante del divino pensamiento.
Y nuestra gran madrastra, mírala hoy deshecha,
miserable y aún bella entre las tumbas grises
de los que como tú, nacidos en su estepa,
vieron mientras vivían morirse la esperanza,
y gritaron entonces, sumidos por tinieblas,
a hermanos irrisorios que jamás escucharon.
Escribir en España no es llorar, es morir,
porque muere la inspiración envuelta en humo,
cuando no va su llama libre en pos del aire.
Así, cuando el amor, el tierno monstruo rubio,
volvió contra ti mismo tantas ternuras vanas,
tu mano abrió de un tiro, roja y vasta, la muerte.
Libre y tranquilo quedaste en fin un día,
aunque tu voz sin ti abrió un dejo indeleble.
Es breve la palabra como el canto de un pájaro,
mas un claro jirón puede prenderse en ella
de embriaguez, pasión, belleza fugitivas,
y subir, ángel vigía que atestigua del hombre,
allá hasta la región celeste e impasible.
Luis Cernuda
Ésta siempre me pareció una de las elegías más conmovedoras que he leído. Junto a la Elegía a Ramón Sijé de Miguel Hernández, Las coplas de Jorge Manrique y El llanto por Ignacio Sánchez Mejías (especialmente «Alma ausente») de Lorca forman un cuarteto conmovedor hasta la médula.
En el instituto donde imparto mis clases de lengua y literatura (porque yo me dedico a ese denostado y poco «glamuroso» oficio de enseñar lo que sé, o al menos de intentarlo) todo son preparativos para celebrar en Marzo el centenario del nacimiento de Larra. Todos, profesores y alumnos, buscamos textos, fotografías, libros, para hacer una exposición y varios actos conmemorativos. Porque celebrar haber tenido un genio de la literatura que se adelantó a su tiempo, tanto que aún sigue siendo rabiosamente actual, es siempre de agradecer. Eso y la magnífica entrada de Juan Antonio González Romano sobre Larra me han llevado a recordar este poema y a traerlo hasta aquí.
Leer a Larra nos ayuda a comprender una época de extremos y cambios, y nos acerca a un autor con un dominio magistral del idioma. Leer a Larra nos hace comprender mejor la España de entonces, la de ahora, y la que ha de venir. Leer a Larra es también contemplar el alma atormentada de un rebelde, hastiado de lo que le rodeaba, desesperado, angustiado, profundamente humano en el abismo.
«Mi corazón no es más que otro sepulcro. ¿Qué dice? Leamos. ¿Quién ha muerto en él? ¡Espantoso letrero! ¡Aquí yace la esperanza!
¡Silencio, silencio!»
Su último artículo, Nochebuena de 1936, es estremecedor y nos revela la enorme lucidez de quien había de quitarse la vida a penas dos meses después.
«Tú eres literato y escritor, y ¡qué tormentos no te hace pasar tu amor propio, ajado diariamente por la indiferencia de unos, por la envidia de otros, por el rencor de muchos! (…)
Tú lees dia y noche buscando la verdad en los libros hoja por hoja, y sufres de no encontrarla ni escrita. Ente ridículo, bailas sin alegría; tu movimiento turbulento es el movimiento de la llama, que, sin gozar ella, quema. (…)Una lágrima preñada de horror y de desesperación surcaba mi mejilla, ajada ya por el dolor. A la mañana, amo y criado yacían, aquél en el lecho, éste en el suelo. El primero tenía todavía abiertos los ojos y los clavaba con delirio y con delicia en una caja amarilla donde se leía mañana. ¿Llegará ese mañana fatídico? ¿Qué encerraba la caja? En tanto, la noche buena era pasada, y el mundo todo, a mis barbas, cuando hablaba de ella, la seguía llamando noche buena. »
Fueron los escritores finiseculares que miraban a España con dolor, firmeza y deseos de cambio, los que le rescataron del olvido. Y de todos ellos me quedo, para la reflexión y para el recuerdo, con las palabras de nuestro gran poeta:
«La obra de Larra estaba acabada allí donde él la dejó –escribió Antonio Machado-, y fue el suicidio su último y definitivo artículo de costumbre».