«Sonreír con la alegre tristeza del olivo»
Miguel Hernández
La tristeza nos lleva a lugares en los que no queremos estar. Tan sólo una palabra, un gesto, un desplante, un desencuentro, un malentendido, un silencio solemne y malintencionado… y nos sumergimos en el profundo mar de la tristeza.
No queremos permanecer allí, luchamos por salir a flote, por volver a respirar el aire oxigenado de la alegría; pero nos damos cuenta de lo difícil que es salir. A veces ni siquiera intentamos nada, simplemente nos dejamos llevar hasta el fondo sin poner resistencia… y hasta encontramos cierto placer en la desesperanza. Queremos sonreir, pero los labios parecen haber olvidado cómo hacerlo y se resisten a la mueca. Queremos olvidar, pero sentimos que algo pesa terriblemente sobre nuestros hombros y permanece cruelmente anclado en nuestro corazón.
Luego, por suerte, el tiempo restaña las heridas y permite que, poco a poco, salgamos a flote medianamente indemnes. La tristeza nos deja pequeñas cicatrices que lentamente, se van volviendo blancas,lo que las hace imperceptibles a los ojos ajenos. Cada uno de nosotros sabe donde tiene las suyas; y a veces, cuando amenaza tormenta, nos vuelven a doler.
Mi abuela me contó su historia muchas veces, mas no por repetida resultaba menos dolorosa. La historia triste y dramática de los Martín Gago era la misma que la de otros españoles. Pero ella no se la calló, y me la contó, para que yo supiera de dónde venía, cuáles eran mis orígenes, cuál era mi herencia y mi pasado. Los Martín, los Peña, como tantos otros.
-¡Carmen, niña! Estate quieta ya, que te vas a arrugar el vestido…¡Fernando! Avisa a tu hermano Rafael que tenemos prisa y seguro que se ha escondido en algún armario.
-Pero madre, si es que a mí no me gustan las fotos…
Hay que ver que niños más guapos tiene usted, señora. ¡Si es que da gusto fotografiarlos! Sí, sí. Si guapos son un rato, pero “joíos”… Eso lo pensaba, pero no lo decía, porque María Gago era una andaluza muy graciosa, con ese fino humor y ese acento saleroso que se gastan los de la tierra del sol , de los naranjos en flor y del cante profundo, pero también era una señora, guapa, con clase, inteligente. Con esa inteligencia intuitiva de las mujeres de su época, a las que no se las preparaba para pensar, sino para cuidar a su familia. Y, total, para qué quieren saber, si para eso ya están sus maridos… Ella formaba parte de aquella clase media madrileña que vivía holgadamente en aquellos días tranquilos y felices del año 17, una clase media complaciente, conservadora y monárquica (aunque su padre, Pedro Gago, era un masón como la copa de un pino que fue marino y trabajó muchos años en las aduanas de diferentes puertos: en Huelva, en Sevilla, en Málaga, en Canarias…) . Su marido, Atilano Martín, era un hombre más serio, taciturno, un salmantino hermético que no supo resistirse al duende y al encanto de aquella joven que le sonreía en todo su esplendor desde un ventanal de Isla Cristina. Ella dejó su mar para seguir al hombre que la amaba, pero pasó toda su vida mirando al sur. Siempre que podía viajaba, en aquellos interminables viajes que duraban días, para ver a su gente, y oler a sal y a hierbabuena y a sábanas tendidas al sol del mar.
Después de la guerra, cuando todo lo perdieron y su vida se limitaba a trabajar día y noche para sobrevivir, y a rezar a sus dioses para que nada malo les ocurriera a los que más amaba (desaparecidos, heridos, huídos y encarcelados) nunca más volvió a su tierra. Cuentan en la famila que cantaba seguidillas, coplas y fandangos en el balcón de su casa y cuantos por allí pasaban se paraban a escucharla… Tuvo una educación tradicional de corte liberal, y siempre simpatizó con las causas de los más humildes y sobre todo con la alfabetización y los derechos de las mujeres de todas las clases sociales, por los que luchaba también su hija, ahora ya una mujer.
Durante la guerra, en aquel Madrid de bombas y asedios,( y al contrario que su marido, que decidió no hablarlos en un principio), apoyó la labor de sus tres hijos a favor de la República: como teniente de estado mayor, el pequeño Rafita; como jefe de estación en Arganda el mayor, Fernando; y como miliciana de cultura y enfermera ocasional, su niña Carmen.
Al llegar la posguerra soportó con entereza el encarcelamiento de su marido ( por familiar de republicanos y desafecto al nuevo régimen en grado de consanguineidad), la desaparición de su hijo pequeño ( que consiguió escapar de Albatera y cayó muy enfermo), el encarcelamiento de su hijo mayor cuando intentaba reunirse con su esposa y su hijo en Cuenca, y el miedo continuo a que se llevaran a la única hija que le quedaba, la que había renunciado a escapar hacia Inglaterra y luego a México para no abandonarla a su suerte… (o a su desgracia). Soportó largas colas, se tragó su orgullo, empeñó sus preciados recuerdos, herencia de una vida mejor, y junto a otras muchas mujeres anónimas se dejó la piel para localizar a sus hombres, y conseguir recomponer su familia herida y desgarrada para siempre.
Poco antes de morir, en la casa que compartían mi padre, mi abuela y ella en Cuatro Caminos, contaban que se levantó de la cama donde llevaba postrada varios meses, se dirigió a la ventana de su cuarto para intentar abrirla, y ante la pregunta angustiada «¿qué hace madre?», con un brillo de niña ilusionada en sus ojos, respondió: «pues abrirlas, para poder ver el mar…»
Ni mármol duro y eterno,
ni música ni pintura,
sino palabra en el tiempo.”
Antonio Machado
Machado es, sin duda, el primero de los grandes poetas que marcó mi educación sentimental y literaria. Con él descubrí la palabra poética y me empapé de emociones sencillas y profundas, que no hicieron sino enraizarse cada vez más en mi interior.
Mis primeras lecciones de filosofía vinieron de la mano de sus Proverbios y cantares, pensamientos condesados en versos breves y sentenciosos que invitan a la reflexión sobre los grandes temas que preocupan desde siempre al ser humano: la VIDA, la MUERTE, el TIEMPO y el AMOR.
Hacer una selección de sus poemas es casi imposible. Todos resultan insustituibles y necesarios para comprender su evolución poética y su concepto de la poesía como “honda palpitación del espíritu”, como ”palabra en el tiempo”. No podría decantarme por un poema de Machado, porque cada uno guarda un hermoso tesoro de palabras, un latido que espera ser sentido, una voz auténtica que espera ser escuchada, un secreto profundo que espera ser revelado, un sentimiento íntimo que espera ser reconocido. Sigamos leyendo a este poeta sincero, directo y necesario, que a través de su palabra nos engrandece, nos enriquece y nos vuelve más humanos.
«jamás podrán vencerme
porque mi mano se me va y agarra
a otra mano de hombre y otra mano»
Blas de Otero
Para vencer al hombre
hacen falta unas garras
hambrientas y feroces
que desgarren la tierra protectora
y arranquen las raíces,
y destrocen las ramas y los troncos
para que no haya vida,
ni esperanza futura,
ni semilla dispuesta a germinar.
No caminamos solos.
Hombres, mujeres, niños
caminan a tu lado
aunque tú no los mires.
Y aunque los ignoremos, están ahí:
llorando nuetras lágrimas,
cantando nuestro canto,
pisando nuestra tierra.
Y tú te crees a salvo,
crees que no va contigo,
que a ti no te compete
lo que ocurre tan lejos
más allá de tus límites,
pasadas tus fronteras,
donde el desierto es patria
que consume los restos
de los que allí malviven,
y esculpe la dureza
en sus ajados rostros.
Todo ocurre detrás de una pantalla,
en fotos detenidas
en papel de periódico,
en hojas que recogen tu basura,
(esa de la que te desprendes cada día).
Pero cuando comprendas
que tu mano es la mano que otro agarra
con fuerza, con firmeza, como apoyo,
para no derrumbarse
para no desistir definitivamente,
entonces no habrá puño,
ni bala, ni puñal,
ni bomba, ni guadaña
que acabe con el hombre,
con la cadena humana
que forman una mano
de hombre y otra mano
unidas, enlazadas,
creando, todas juntas,
un invencible muro de esperanza.
MUERTE DEL NIÑO HERIDO
Otra vez en la noche…Es el martillo
de la fiebre en las sienes bien vendadas
del niño. – Madre, ¡el pájaro amarillo !
¡Las mariposas negras y moradas !
-Duerme, hijo mío.- Y la manita oprime
la madre, junto al lecho. – ¡Oh flor de fuego !
¿Quién ha de helarte, flor de sangre, ¿Dime ?
Hay en la pobre alcoba olor de espliego ;
fuera, la oronda luna que blanquea
cúpula y torre a la ciudad sombría.
Invisible avión moscardonea.
-¿Duermes, oh dulce flor de sangre mía ?
El cristal del balcón repiquetea.
¡Oh fría, fría, fría, fría, fría !
Antonio Machado
Parecen haber cesado por fin los bombardeos. Un fuerte olor a polvo, metralla y muerte lo invade todo. Un silencio espeso y negro precede al estallido de los gritos, del llanto inabarcable… Una joven emerge de los escombros manchada de polvo y sangre. En sus brazos lleva un pequeño bulto, con los brazos inermes colgando hacia los lados. La pequeña criatura tiene los ojos fijos en un punto infinito. Camina con su muerto a cuestas entre los restos de lo que fue su hogar, su calle, su ciudad. A su alrededor hay un ruido infernal de voces y sirenas. Pero ella no oye nada, anda sin rumbo fijo, todo es un decorado, una lenta película rodada en blanco y negro que ocurre tras su pasos. Se ha sentado en el borde de un camino con su niño en los brazos y su pena infinita. No llora, no siente, no comprende…
La joven se llamaba Rosa y vivía en la calle Franco Rodríguez, en Madrid. Su niño se llamaba Tomás y tenía dos años. Todo ocurrió el 15 de noviembre de 1936, en uno de los muchos bombardeos a los que fue sometida la capital. Pero podría haberse llamado Assmae y vivir en Gaza… El ser humano no ha aprendido nada. Nada ha cambiado. Sólo los nombres de los muertos, la potencia de las armas y el color de los uniformes. («Tristes guerras si no es amor la empresa, tristes, tristes…»)
Pedro Garfias llegó a México desde Inglaterra a bordo del «Sinaia». Casi dos mil españoles embarcan rumbo al exilio, dejando todo atrás. En su largo viaje el poeta escribe estos versos:
Qué hilo tan fino, qué delgado junco
-de acero fiel- nos une y nos separa
con España presente en el recuerdo,
con México presente en la esperanza.
Repite el mar sus cóncavos azules,
repite el cielo sus tranquilas aguas
y entre el cielo y el mar ensayan vuelos
de análoga ambición, nuestras miradas.
España que perdimos, no nos pierdas;
guárdanos en tu frente derrumbada,
conserva a tu costado el hueco vivo
de nuestra ausencia amarga
que un día volveremos, más veloces,
sobre la densa y poderosa espalda
de este mar, con los brazos ondeantes
y el latido del mar en la garganta.(…)
En el mismo barco viaja también Juan Rejano, con el dolor por equipaje y un puñado de versos:
Nube, viento, será para el olvido…
Esta sangre no cabe ya en el mundo
ya no cabe en prisiones ni en olvidos,
ni en las falsas efigies vacilantes.
Ambos murieron en México (« Si muero en tierras extrañas/ lejos de donde nací / ¿Quién tendrá piedad de mí? «).
Poetas del exilio, del éxodo y el llanto, ni de aquí ni de allí, siempre entre la nostalgia y la derrota. ¿Rescataremos alguna vez todos vuestros nombres del olvido y recuperaremos así nuestra memoria literaria?
Hoy se ha pedido que de manera solidaria escribiéramos un post por Gaza. Como mi corazón herido ya no encuentra palabras para denunciar tanto horror no me queda sino repetir este poema y esta entrada que resume mi deseo: basta ya.
La ilustración y su posterior animación han sido realizadas por Ana Martín Alcrudo (Anacrus) para mi poema. Gracias Ana, por todo…
A los niños de Gaza, del Madrid sitiado, de Guernica, de Londres, de Berlín, de Bagdad, de Bosnia, de Belgrado…No me importa de dónde ni por qué … Sólo que se recuerde su inútil e innecesario sacrificio.
¿Si no nos queda el grito, qué nos queda?
El horror se desborda,
se hace náusea, blasfemia,
llanto ahogado, cuchillo que atraviesa
el hueco del costado
donde tal vez se aloja el corazón
que ellos no tienen,
señores de la guerra y de la muerte,
halcones de los cielos
surcando los desiertos calcinados.
No me importa quién tiene
o quién no tiene la bíblica culpa.
Sólo quiero que paren,
que cesen de derribar palomas ensangrentadas,
que no corra la sangre,
sin cauce, sin memoria,
desbordándose así, como si nada.
Que se escondan debajo de la tierra,
cerca de las raíces y del barro,
que no emponzoñen más el agua,
que se traguen el lodo de su orgullo,
que dejen a los niños jugando en la alameda
camino de su escuela con la cartera al hombro.
No es que no quiera verlos
porque ello me incomoda,
es que me duele tanto, tanto, tanto
que voy a diluirme
disuelta en llanto absurdo,
o a reventar en bomba de racimo,
esparciendo mi angustia,
mi desasosiego profundo e infinito,
por todas las esquinas de este mundo.
A veces cuando crees que la nieve ha borrado todos los caminos y no te queda más que refugiarte en tus propias miserias y tristezas, la vida te sorprende, y llama a tu puerta, y te regala un cálido presente inesperado, esta vez en forma de mención hecha a mi entrada «Día de reyes 1937» en la más que recomendable bitácora Los tiempos modernos y más concretamente en la sección de Alvaro Blanes. Espero que las gratas sorpresas sigan igualando en la balanza a las noticias tristes, a la puñaladas por la espalda, a las lenguas envenenadas y a los desasosiegos…Y si no es así, al menos disfrutemos del dulce sabor que dejan en los labios.
Agradezco a Alvaro Blanes su paso por este rincón y su amable mención, y agradezco a todos los que por aquí venís vuestra presencia amiga y vuestra lectura desinteresada.
¿Por dónde voy? Cruzo un bosque
espeso, sucio, sombrío.
Sospecho que este tren siempre
no irá por el mismo sitio;
noches, lunas, días, soles,
días, noches, pobres, ricos…
Encuentro incómodo el tren,
pero este tren es el mío.
Miro hacia fuera: los montes
lejanos, el cielo limpio.
Detrás de aquellas montañas,
las preguntas de mis hijos.
No sé qué decirles, yo
que tanto he hablado conmigo,
razonando las verdades,
que el tiempo cambió de sitio.
Aquí está mi corazón
y allí la injusticia. Digo
que soy de un tiempo y quisiera
llegar con tiempo preciso,
detrás de aquellas montañas
que son de un tiempo distinto.
No estaré sólo, lo sé,
cuando llegue a mi destino.
Rafael Montesinos
(De La verdad y otras dudas, 1959-1967)
Me gusta la poesía de Rafael Montesinos. De él dijo Jose Luis Cano: “poeta que está en la mejor línea interior, contenida, de la poesía andaluza, línea que arranca de Bécquer, y sigue con Antonio Machado, con Juan Ramón, con Cernuda.” Esto coloca a Montesinos en un lugar distintivo y único dentro de la poesía española del siglo XX. Hay en su poesía un intimismo que revela la nostalgia de la infancia perdida, y la ciudad de Sevilla, abandonada cuando era muy joven muy a su pesar, adquiere una dimensión de paraíso perdido, de lejana alameda reconquistada por la poesía, una y otra vez.
Siempre que leo este poema me recuerda a otro de mi abuelo que me gusta especialmente, muy anterior, escrito entre cárceles y penas allá por los años 40, la década de la desesperanza…
ESPERANZA.
Iba lento el peregrino
Con tranquilo caminar;
el polvoriento camino
largo y blanco se perdía.
Iría a dar a la mar
pero el mar no se veía.
Parándose a descansar
el peregrino rezaba:
¡Señor, me canso de andar
y esta senda no se acaba!
Pero seguía,seguía,
siempre camino del mar,
aunque el mar no se veía.
“Con el alma a tientas” Poemario a dos voces. Manuel de la Peña Piñeiro y M.Luisa de la Peña Fernández. ed. La Factoría de ediciones.
La literatura teje extrañas asociaciones en nuestra memoria, así que quería compartir con los que aquí llegan esta analogía, esta relación sentimental y literaria que es sólo mía y no responde a una ardúa tarea filológica de literatura comparada, sino tan sólo a mi propia experiencia lectora.
Para leer más sobre Rafael Montesinos os recomiendo esta entrada de Luis Spencer, donde se hace un acercamiento a su figura en clave de anécdota personal.
Y si queréis leer algo más sobre Manuel de la Peña podéis hacerlo en Nanas del hijo ausente. o en La memoria y la canción
El 2 de Enero de 1937, Miguel Hernández publicó este poema en la revista Ayuda. Semanario de Solidaridad, num 36.
Por el cinco de enero,
cada enero ponía
mi calzado cabrero
a la ventana fría.
Y encontraban los días,
que derriban las puertas,
mis abarcas vacías,
mis abarcas desiertas.
Nunca tuve zapatos,
ni trajes, ni palabras:
siempre tuve regatos,
siempre penas y cabras.
Me vistió la pobreza,
me lamió el cuerpo el río,
y del pie a la cabeza
pasto fui del rocío.
Por el cinco de enero,
para el seis, yo quería
que fuera el mundo entero
una juguetería.
Y al andar la alborada
removiendo las huertas,
mis abarcas sin nada,
mis abarcas desiertas.
Ningún rey coronado
tuvo pie, tuvo gana
para ver el calzado
de mi pobre ventana.
Toda gente de trono,
toda gente de botas
se rió con encono
de mis abarcas rotas.
Rabié de llanto, hasta
cubrir de sal mi piel,
por un mundo de pasta
y unos hombres de miel.
Por el cinco de enero,
de la majada mía
mi calzado cabrero
a la escarcha salía.
Y hacia el seis, mis miradas
hallaban en sus puertas
mis abarcas heladas,
mis abarcas desiertas.
Son las primeras navidades de la guerra. Una joven miliciana vestida de enfermera sale del Hospital de sangre donde presta sus servicios, la noche de reyes del 37. Camina por su Madrid ahora desolado, entre carteles, proclamas y luces apagadas. Respira el aire de la calle, impregnado de pólvora, para intentar olvidar el olor a cloroformo y sangre seca que se ha pegado a su ropa y a su ánimo. Al llegar a su portal la saluda un miliciano que hace la ronda en su calle. Ricardito, el niño de la portera, está sentado en la escalera con rostro triste y churretes de haber llorado lo suyo… Ella le revuelve los cabellos con sus manos frías. » ¿Qué te pasa criatura?» El niño balbucea entre hipos. «Nada, que dice mi padre que a Madrid no van a venir los Reyes porque es zona republicana…» Por Dios qué barbaridades dice don Anselmo. Sube las escaleras lentamente y al llegar al rellano de su puerta palpa, junto a las llaves, una chocolatina…Esa que esta mañana le dio aquel brigadista con la cara llena de pecas, (el irlandés lo llamaban), herido en una pierna. Vuelve sobre sus pasos. Ya no hay nadie. En el pequeño ventanuco de la portería se distinguen unos zapatos gastados. Junto a ellos deja la chocolatina. «Ya sólo faltaría que hasta los Reyes Magos se unieran también al movimiento…» Sonríe satisfecha. Ya en su lecho se arrebuja entre las sábanas y piensa, por un momento, que tal vez mañana los reyes de oriente hayan decidido regalarles la paz y la esperanza.
A mi abuela, que me legó recuerdos como éste, y a todas aquellas mujeres que, durante aquellos difíciles días, intentaron paliar el sufrimiento inútil de aquellos niños de la guerra que, entre bombas, consignas y canciones, ejercían su derecho a creer en la magia, y a ser absurdamente felices e inocentes…