«Hay hombres que luchan un día y son buenos;
hay otros que luchan un año y son mejores;
hay quienes luchan muchos años y son muy buenos;
pero los hay que luchan toda la vida, esos son los imprescindibles…»
B. Bretch
Ellos, los que tanto amé, los que me educaron, los que apretaban mi mano fuerte cuando había que cruzar una calle, fueron de esos, de los imprescindibles. De los que, a pesar de los contratiempos y las penurias, no cayeron casi nunca en la desesperanza. De los que creyeron que la justicia era posible, pero, sobre todo, era necesaria, irrenunciable.
Podrían haberse rendido, haber engrosado las nutridas filas de los desencantados, de los cínicos o de los misántropos sin remedio. Razones no les habrían faltado… Podrían haberse dejado llevar por la corriente, no significarse, no rebelarse, no enfrentarse a los que tenían la sarten por el mango, esgrimiendo tan sólo su palabra.
Pero gracias a ellos, los imprescindibles, muchos de ellos anónimos para siempre en su grandeza, la historia avanza. No tienen miedo al fracaso y son humildes cuando les acompaña la victoria. No se regodean en sus éxitos porque, entre otras razones, casi nunca llegan a verlos. Porque a ellos, los imprescindibles, no les mueven el poder ni la gloria, ni tienen escondidos intereses personales. Son pocos, muy pocos, pero cambian las cosas, las empujan día a día para que sea posible su sueño visionario de un mundo mejor. Saben que nunca es fácil y que sembrar la semilla es lo importante, aunque sean otros los que paladeen el fruto.
Por eso me niego a que se les entierre dos veces. A que se ponga sobre ellos la lápida más triste y menos merecida: la lápida del olvido (triste, fría, injusta).
Cuando se acerca algún aniversario, en este caso el de la muerte de mi abuela, pienso en ellos, los traigo junto a mí, recuerdo sus palabras, su legado de dignidad y bonhomía, sus valores humanistas, sus sabios consejos para andar por la vida, sus pequeñas manías, sus pequeñeces , sus bobadas , sus despistes, sus torpezas, y ese dolor tan grande que nunca terminaron de comprender del todo y que es parte de nuestra historia, tan dolorosa, tan triste, tan infame…
Para ella, para los que venís hasta este rincón de palabras transcribo un texto de mi abuelo, Manuel de la Peña, que ilustra mi divagación. Por ellos, para ellos, los imprescindibles.
SOLILOQUIO
Amar a la humanidad, esa es tu enseña. ¿Por qué te asusta la soledad? ¿Es que ya no hay quien crea en tu amor? Cuando el dolor de los demás llama a tus puertas, angustiosamente, ¿por qué las abres de par en par? ¿por qué llamas a la piedad en su defensa?
Si cada vez que entablas tu gran pelea contra la mezquindad una voz interior te dice «¿por qué sigues?, no insistas, párate, no merece la pena…» Si «amaos entre vosotros» es la única ley sagrada que quisieras digna y eterna, y como tal la aceptas… ¿por qué sientes que todo es en vano, por qué sufres , por qué insistes, pobre loco soñador , en que amar a la humanidad sea tu enseña?
Si al final serán tan sólo la incomprensión y la ingratitud las que acusen recibo a tus ofrendas, ¿por qué sigues creyendo en ese amor?
Sí dile adiós para siempre a esa utopía, a esa ilusión de un mundo más humano, más libre…Olvida, hay que olvidar. Y si puedes recuerda que hubo un hombre que murió en una cruz, tan sólo por pedir paz en la tierra »
Madrid, 1956 (este borrador dio lugar más tarde a un poema que forma parte de Poemario a dos voces y que recibió el mismo título)