No estamos(tan) solos.

 

Tal vez escribir sea una forma más de conjurar la soledad, de salvar los abismos, de salir del laberinto interior… Cuando alguien nos lee se asoma a la profunda sima de nuestro corazón, empatiza con nuestro dolor, nuestra rabia o nuestra alegría, reflexiona y se reconoce también a sí mismo. Incluso puede que no le guste nada lo que ha leído y se sienta decepcionado o aburrido.No se puede gustar a todo el mundo, incluso me aventuraría a decir que no se debe… Pero saber que alguien, en algún rincón -lejano o cercano-, recibe nuestras palabras como lluvia de primavera, brisa de verano, luz de otoño, o sol de invierno, nos hace sentirnos menos solos.
(A todos los que “andáis tras mis escritos“)

Las voces y los ecos

 

A veces es difícil distinguir las voces de los ecos, pero, sin duda, hay que seguir intentándolo.
Cuanto más me muevo por la red más comprerndo esa necesidad y más la pongo en práctica. «A distinguir me paro las voces de los ecos» escribía don Antonio. La red es como la vida, está llena de túneles oscuros, de laberintos  insidiosos, de castillos inexpugnables, de cuevas nauseabundas, de clubs horteras, de veredas anchas y limpias, de callejuelas con encanto, y de rincones sucios y oscuros a los que uno quisiera no haber llegado nunca. En la red, como en la vida, nos abrazan y nos empujan, nos acarician y nos arañan, nos sonríen y nos escupen.Así que conviene saber quiénes son nuestros compañeros de viajes y escogerlos muy bien para que la experiencia merezca la pena. Y, como en la vida misma, yo busco a la buena gente que camina, que sabe beber vino donde hay vino y si no hay vino agua fresca, que disfruta de la palabra y no se mira el ombligo, que sabe cuán lejano está siempre el horizonte, y cómo, al final, a todos nos cubrirá la tierra y sólo quedará nuestro recuerdo en aquellos que nos aman.

Nosotros, que todo lo perdimos…

A todos los vencidos, los perdedores, los olvidados, los perseguidos sin tregua de la triste y oscura historia de mi patria. La historia de la intolerancia, el reparto de despojos y el silencio. A los judíos, los moriscos, los erasmistas, los ilustrados, los liberales, los republicanos. Todos los condenados por sus propios compatriotas a la conversión religiosa o ideológica, a la cárcel, a la muerte o al exilio. A todos los que, un día, dejaron una llave enterrada en la arena, para poder volver…

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Nosotros, que todo lo perdimos: la paz, la vida, el voto, la palabra.

Nosotros, desahuciados para siempre, olvidados, sepultados en la arena del tiempo.

Nosotros, los hijos bastardos de la madre patria, condenados a vivir en las cloacas, a escondernos en las catacumbas, con la lengua amputada para no poder gritar nuestro dolor.

Nosotros, expulsados para siempre del paraíso, obligados a marchar hacia otras tierras, a cantar canciones que no eran las nuestras, a venerar ídolos que no eran los nuestros, a hablar otras lenguas que no eran las nuestras.

Nosotros, que todo lo perdimos: el hogar, la patria, el futuro, la esperanza…

Ni perdón, ni justicia, ni reparación… Sólo olvido: olvido de tierra, de ruinas, de museo, de fosa, de piedra, de cárcel, de muro, de guadaña.

Nosotros que todo lo perdimos, no tuvimos nada más que la memoria, los recuerdos tejidos hilo a hilo, tapiz inacabado y doloroso legado a nuestros hijos, para que nuestros nombres no se borren del todo de una historia empeñada en no nombrarnos.