Historias del corazón.

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Cada acontecimiento deja una huella en nuestro corazón que poco o nada tiene que ver con la duración, sino más bien con la intensidad de lo vivido. Hay episodios que, aun siendo muy breves, permanecen inalterables en nuestro recuerdo.
Son las historias del corazón, esas que nos hacen ser quienes somos, que nos marcan para siempre y que se empeñan en regresar a nuestra memoria con una palabra, con un olor, con una imagen o con una canción…

La espera (II)

Palabra, voz exacta
y sin embargo equívoca;
oscura y luminosa;
herida y fuente: espejo;
espejo y resplandor;
resplandor y puñal,
vivo puñal amado,
ya no puñal, sí mano suave: fruto.(…)»
OCTAVIO PAZ

Cada mañana se despertaba temprano para esperar la llegada de las palabras. Se apoyaba en el alféizar de la ventana y se disponía a recibirlas como ellas se merecían.
A veces llegaban muy pronto, volando bajo, y eran palabras amables y dulces, diminutivos de azúcar que se posaban en su pelo para hacerle reir.
Otras veces llegaban desde lo más alto y se precipitaban directamente hacia el rincón más vulnerable de su corazón. Aquellas palabras dejaban un regusto a metal y a sangre seca. Pesaban tanto que aplastaban su pecho, y tenía que hacer grandes esfuerzos para desprenderse de ellas y poder volver a respirar.
Pero algunas veces, por mucho que esperara, no venían las más anheladas: las que traspasaban su dolor como un bálsamo y erizaban su piel hasta hacerle sentir la médula; las que guardaba como un tesoro a buen recaudo para que nadie se las arrebatara; las que, con su belleza y su sonoridad, hacían brillar el sol en pleno invierno y despertaban las flores dormidas como si, con ellas, hubiera llegado la esperada primavera…

Flores para todos los gustos

Mi abuela que, como casi todas las abuelas, era una mujer muy sabia, me dijo una vez que todas las flores tienen su razón de existir; que su belleza está siempre ahí, esperando que alguien la descubra, y considere que es la flor adecuada para hacerle feliz en ese preciso instante. No podemos agradar a todos. Debemos crecer como la flor que somos, y dejar que nuestros colores pinten el viento aunque no sean los más brillantes, ni los más armoniosos, ni los más bellos.
«No hay nada más triste en esta vida que ser una margarita y empeñarse en querer ser una rosa» Yo siempre me reía cuando lo decía, mirándome por encima de la montura de sus gafas. Y me imaginaba a mí misma disfrazada de margarita, perdiendo los pétalos por el camino mientras perseguía a una hermosa rosa blanca que me contemplaba, distante y altanera, sabiendo bien que yo nunca sería como ella…
Los años han pasado, y en la tumba de mi abuela siempre hay tímidas florecillas silvestres que crecen por doquier sin miedo, ni reparo, ni recato. ¡Y me parecen tan hermosas en su sencillez, en su aparente «desaliño indumentario»!
Ahora que ella ya no está, por fin he comprendido que cada flor es hermosa por lo que ofrece, no por lo que otros quieran encontrar en ella. Y me acerco a las más bellas. Y me embeleso. Y me dejo embriagar por su aroma dulce y penetrante y por la armonía imposible de sus formas. Y les doy las gracias por ser tan perfectas y permitirme, por un momento, rozar también la perfección.
Pero luego, me acerco a las más pequeñas y humildes. A las que, con sus pétalos mustios o sus hojas desiguales, adornan mi balcón cuando ya nada espero. Las saludo en los parques, y en los caminos, y en las esquinas tristes donde se empeñan en arraigar aunque nadie las vea.
Y les doy las gracias; porque me recuerdan a mi abuela, y desempolvan en el desván de mis recuerdos, su imborrable lección de autenticidad.

A todos los que, en algún momento de su vida, vieron en mí algo digno de ser admirado, querido, respetado. A los que se acercaron a mí y me dejaron su belleza para que yo la admirara y aprendiera de ella. A todos los que estuvieron, los que están, los que estarán un día… GRACIAS por pararse a contemplar mis pequeñas flores y hacerlas sentirse, por un instante, dignas del más bello jardín.

Visita al penal

«¿Qué hice para que pusieran
a mi vida tanta cárcel?»
M. Hernández

«Muros de silencio,
tapias de ladrillo(…)»
Manuel de la Peña

Este relato está basado en hechos reales. Mi abuela me contó cómo cada mañana, en aquella eterna posguerra, se preparaba para visitar a mi abuelo en el penal de Alcalá de Henares ( su triple delito: creer en la libertad, creer en la igualdad y creer en la fraternidad…), y andaba todos esos kilómetros a pie acompañada de otras mujeres y de mi padre, que no era más que un niño muy pequeño, para que mi abuelo pudiera abrazar a su hijo y mitigar en algo su profundo dolor y su tristeza. Corría el año 47, casi diez años después de la contienda…

Todas las mañanas un grupo de mujeres de diferentes edades, con niños en brazos o agarrados fuertemente de sus faldas, embarazadas, enfermas o simplemente cansadas, emprendían el camino hacia las cárceles. Como una caravana de infinita tristeza, caminaban dispuestas a ver a sus hombres (padres, maridos, hermanos, hijos…). En sus cestas y bolsas llevaban lo que habían podido conseguir: tabaco, cerillas, algo de comida, una camisa limpia, unos pañuelos… Recorrían los senderos cabizbajas, tirando de sus cuerpos, arrastrando los pies, soportando el calor, el frío, la lluvia, el polvo. Pero nada de aquello importaba si ellos estaban vivos, si las dejaban verlos.
Aurora formaba parte de aquellas mujeres que un día creyeron que todo cambiaría, y ahora se arrastraban por los caminos con el único afán de sobrevivir.
Creían que si no se dejaban ver, si no hablaban más de lo necesario, si pasaban desapercibidos… Pero todo fue inútil; una vecina habló, se había quedado viuda con tres bocas que alimentar y una sola cartilla de racionamiento. ¡Al menos le habían conmutado la pena de muerte por la de treinta años!
Parecía mentira que toda una generación de hombres jóvenes, idealistas, dispuestos a empujar la historia, a no quedarse atrás, estuviera pudriéndose en los penales. Carne de presidio, eso eran para los vencedores. De los que habían conseguido sobrevivir muchos se vieron empujados a la diáspora del exilio; otros agonizaban entre rejas, se consumían en los patios grises de las cárceles. Y otros eran utilizados como esclavos, construyendo mausoleos para mayor gloria del régimen.
Cuando no podía ir a verlo mandaba algún mensaje con el paquete que otras mujeres llevaran. Entre ellas funcionaba una red de ayuda mutua y solidaridad que las dignificaba en medio de tantas humillaciones. Se sentían parte de un mismo tejido, de una macabra tela de araña que asfixiaba sus vidas y las de sus seres queridos. Cuando había un indulto lo celebraban juntas, y cuando alguno de ellos era ejecutado o moría en su celda, también lloraban juntas.
Al caer la tarde se disponían a regresar a sus casas por el mismo camino. Volvían sobre sus pasos, un poco más tristes, un poco más solas, un poco más cansadas. Inmersas en sus pensamientos (“a mis soledades voy/ a mis soledades vengo”), envueltas en su pena. Huecas, secas, macerando en su mente las palabras que no se atrevieron a decirles, para no hacerles más daño, para no arrebatarles la poca esperanza que aún les quedaba. ¡Que no las vieran tristes, ni hundidas, ni desesperadas! “Todo bien, muy bien, no te preocupes”. “Estamos moviendo papeles, ya verás como pronto estás en casa”.
Había hecho del soliloquio su válvula de escape. Y al llegar a la casa, cuando todos dormían, despertaban las palabras y, casi a oscuras, en unas pocas cuartillas usadas,a solas con su pena y su derrota, Aurora daba rienda suelta a su dolor:
“Te vi entre los barrotes.
Acaricié tus manos,
tu rostro macilento,
tu dolor infinito…
Y no poder besarte,
no poder abrazarte,
no poder consolarte,
no poder restañarte las heridas.
Me llevo la sonrisa
que intentaste esbozar con los labios partidos,
llagados, doloridos.
Me llevo tu sonrisa,
prendida en el ojal de la solapa
de mi vieja chaqueta…
Me llevo tus caricias, prometidas, soñadas.
Me llevo tu ternura, tu mirada llorosa.
Me llevo lo que puedo,
para seguir viviendo
en esta soledad que compartimos ambos.
Y te dejo mi sombra,
cuanto queda de mí,
lo poco que resiste,
lo que nos han dejado…
Y me vuelvo a la nada de nuestra pobre casa,
de nuestra pobre mesa, de nuestra pobre cama.
Y me vuelvo al silencio de las mañanas frías,
de las eternas tardes,
de las noches insomnes.
Vuelvo a mi vida rota,
desperdiciada,
absurda…
Apartada de ti.”

La memoria herida y otros relatos,ed. Bubok

Quisiera que esta entrada sirviera para denunciar la situación de todos los presos políticos y de conciencia, que, tanto en tiempos ya pasados como ahora, se vieron, se han visto y se ven, privados de su libertad y su palabra. Que la historia de aquellos que lo fueron no caiga en el olvido, y que la de los que aún lo son no sea silenciada.

Desafiando a la tristeza.

«Sonreír con la alegre tristeza del olivo»
Miguel Hernández

La tristeza nos lleva a lugares en los que no queremos estar. Tan sólo una palabra, un gesto, un desplante, un desencuentro, un malentendido, un silencio solemne y malintencionado… y nos sumergimos en el profundo mar de la tristeza.
No queremos permanecer allí, luchamos por salir a flote, por volver a respirar el aire oxigenado de la alegría; pero nos damos cuenta de lo difícil que es salir. A veces ni siquiera intentamos nada, simplemente nos dejamos llevar hasta el fondo sin poner resistencia… y hasta encontramos cierto placer en la desesperanza. Queremos sonreir, pero los labios parecen haber olvidado cómo hacerlo y se resisten a la mueca. Queremos olvidar, pero sentimos que algo pesa terriblemente sobre nuestros hombros y permanece cruelmente anclado en nuestro corazón.
Luego, por suerte, el tiempo restaña las heridas y permite que, poco a poco, salgamos a flote medianamente indemnes. La tristeza nos deja pequeñas cicatrices que lentamente, se van volviendo blancas,lo que las hace imperceptibles a los ojos ajenos. Cada uno de nosotros sabe donde tiene las suyas; y a veces, cuando amenaza tormenta, nos vuelven a doler.

Tejiendo historas: Tres hermanos

Mi abuela me contó su historia muchas veces, mas no por repetida resultaba menos dolorosa. La historia triste y dramática de los Martín Gago era la misma que la de otros españoles. Pero ella no se la calló, y me la contó, para que yo supiera de dónde venía, cuáles eran mis orígenes, cuál era mi herencia y mi pasado. Los Martín, los Peña, como tantos otros.

-¡Carmen, niña! Estate quieta ya, que te vas a arrugar el vestido…¡Fernando! Avisa a tu hermano Rafael que tenemos prisa y seguro que se ha escondido en algún armario.
-Pero madre, si es que a mí no me gustan las fotos…
Hay que ver que niños más guapos tiene usted, señora. ¡Si es que da gusto fotografiarlos! Sí, sí. Si guapos son un rato, pero “joíos”… Eso lo pensaba, pero no lo decía, porque María Gago era una andaluza muy graciosa, con ese fino humor y ese acento saleroso que se gastan los de la tierra del sol , de los naranjos en flor y del cante profundo, pero también era una señora, guapa, con clase, inteligente. Con esa inteligencia intuitiva de las mujeres de su época, a las que no se las preparaba para pensar, sino para cuidar a su familia. Y, total, para qué quieren saber, si para eso ya están sus maridos… Ella formaba parte de aquella clase media madrileña que vivía holgadamente en aquellos días tranquilos y felices del año 17, una clase media complaciente, conservadora y monárquica (aunque su padre, Pedro Gago, era un masón como la copa de un pino que fue marino y trabajó muchos años en las aduanas de diferentes puertos: en Huelva, en Sevilla, en Málaga, en Canarias…) . Su marido, Atilano Martín, era un hombre más serio, taciturno, un salmantino hermético que no supo resistirse al duende y al encanto de aquella joven que le sonreía en todo su esplendor desde un ventanal de Isla Cristina. Ella dejó su mar para seguir al hombre que la amaba, pero pasó toda su vida mirando al sur. Siempre que podía viajaba, en aquellos interminables viajes que duraban días, para ver a su gente, y oler a sal y a hierbabuena y a sábanas tendidas al sol del mar.
Después de la guerra, cuando todo lo perdieron y su vida se limitaba a trabajar día y noche para sobrevivir, y a rezar a sus dioses para que nada malo les ocurriera a los que más amaba (desaparecidos, heridos, huídos y encarcelados) nunca más volvió a su tierra. Cuentan en la famila que cantaba seguidillas, coplas y fandangos en el balcón de su casa y cuantos por allí pasaban se paraban a escucharla… Tuvo una educación tradicional de corte liberal, y siempre simpatizó con las causas de los más humildes y sobre todo con la alfabetización y los derechos de las mujeres de todas las clases sociales, por los que luchaba también su hija, ahora ya una mujer.
Durante la guerra, en aquel Madrid de bombas y asedios,( y al contrario que su marido, que decidió no hablarlos en un principio), apoyó la labor de sus tres hijos a favor de la República: como teniente de estado mayor, el pequeño Rafita; como jefe de estación en Arganda el mayor, Fernando; y como miliciana de cultura y enfermera ocasional, su niña Carmen.
Al llegar la posguerra soportó con entereza el encarcelamiento de su marido ( por familiar de republicanos y desafecto al nuevo régimen en grado de consanguineidad), la desaparición de su hijo pequeño ( que consiguió escapar de Albatera y cayó muy enfermo), el encarcelamiento de su hijo mayor cuando intentaba reunirse con su esposa y su hijo en Cuenca, y el miedo continuo a que se llevaran a la única hija que le quedaba, la que había renunciado a escapar hacia Inglaterra y luego a México para no abandonarla a su suerte… (o a su desgracia). Soportó largas colas, se tragó su orgullo, empeñó sus preciados recuerdos, herencia de una vida mejor, y junto a otras muchas mujeres anónimas se dejó la piel para localizar a sus hombres, y conseguir recomponer su familia herida y desgarrada para siempre.
Poco antes de morir, en la casa que compartían mi padre, mi abuela y ella en Cuatro Caminos, contaban que se levantó de la cama donde llevaba postrada varios meses, se dirigió a la ventana de su cuarto para intentar abrirla, y ante la pregunta angustiada «¿qué hace madre?», con un brillo de niña ilusionada en sus ojos, respondió: «pues abrirlas, para poder ver el mar…»

Palabras en el tiempo

Ni mármol duro y eterno,
ni música ni pintura,
sino palabra en el tiempo.”

Antonio Machado

Machado es, sin duda, el primero de los grandes poetas que marcó mi educación sentimental y literaria. Con él descubrí la palabra poética y me empapé de emociones sencillas y profundas, que no hicieron sino enraizarse cada vez más en mi interior.
Mis primeras lecciones de filosofía vinieron de la mano de sus Proverbios y cantares, pensamientos condesados en versos breves y sentenciosos que invitan a la reflexión sobre los grandes temas que preocupan desde siempre al ser humano: la VIDA, la MUERTE, el TIEMPO y el AMOR.
Hacer una selección de sus poemas es casi imposible. Todos resultan insustituibles y necesarios para comprender su evolución poética y su concepto de la poesía como “honda palpitación del espíritu”, como ”palabra en el tiempo”. No podría decantarme por un poema de Machado, porque cada uno guarda un hermoso tesoro de palabras, un latido que espera ser sentido, una voz auténtica que espera ser escuchada, un secreto profundo que espera ser revelado, un sentimiento íntimo que espera ser reconocido.
Sigamos leyendo a este poeta sincero, directo y necesario, que a través de su palabra nos engrandece, nos enriquece y nos vuelve más humanos.

Esperanza.

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«jamás podrán vencerme
porque mi mano se me va y agarra
a otra mano de hombre y otra mano»
Blas de Otero

Para vencer al hombre
hacen falta unas garras
hambrientas y feroces
que desgarren la tierra protectora
y arranquen las raíces,
y destrocen las ramas y los troncos
para que no haya vida,
ni esperanza futura,
ni semilla dispuesta a germinar.

No caminamos solos.
Hombres, mujeres, niños
caminan a tu lado
aunque tú no los mires.
Y aunque los ignoremos, están ahí:
llorando nuetras lágrimas,
cantando nuestro canto,
pisando nuestra tierra.

Y tú te crees a salvo,
crees que no va contigo,
que a ti no te compete
lo que ocurre tan lejos
más allá de tus límites,
pasadas tus fronteras,
donde el desierto es patria
que consume los restos
de los que allí malviven,
y esculpe la dureza
en sus ajados rostros.

Todo ocurre detrás de una pantalla,
en fotos detenidas
en papel de periódico,
en hojas que recogen tu basura,
(esa de la que te desprendes cada día).

Pero cuando comprendas
que tu mano es la mano que otro agarra
con fuerza, con firmeza, como apoyo,
para no derrumbarse
para no desistir definitivamente,
entonces no habrá puño,
ni bala, ni puñal,
ni bomba, ni guadaña
que acabe con el hombre,
con la cadena humana
que forman una mano
de hombre y otra mano
unidas, enlazadas,
creando, todas juntas,
un invencible muro de esperanza.

Marisa Peña

De nuevo la barbarie

MUERTE DEL NIÑO HERIDO
Otra vez en la noche…Es el martillo
de la fiebre en las sienes bien vendadas
del niño. – Madre, ¡el pájaro amarillo !
¡Las mariposas negras y moradas !

-Duerme, hijo mío.- Y la manita oprime
la madre, junto al lecho. – ¡Oh flor de fuego !
¿Quién ha de helarte, flor de sangre, ¿Dime ?
Hay en la pobre alcoba olor de espliego ;

fuera, la oronda luna que blanquea
cúpula y torre a la ciudad sombría.
Invisible avión moscardonea.

-¿Duermes, oh dulce flor de sangre mía ?
El cristal del balcón repiquetea.
¡Oh fría, fría, fría, fría, fría !

Antonio Machado

Parecen haber cesado por fin los bombardeos. Un fuerte olor a polvo, metralla y muerte lo invade todo. Un silencio espeso y negro precede al estallido de los gritos, del llanto inabarcable… Una joven emerge de los escombros manchada de polvo y sangre. En sus brazos lleva un pequeño bulto, con los brazos inermes colgando hacia los lados. La pequeña criatura tiene los ojos fijos en un punto infinito. Camina con su muerto a cuestas entre los restos de lo que fue su hogar, su calle, su ciudad. A su alrededor hay un ruido infernal de voces y sirenas. Pero ella no oye nada, anda sin rumbo fijo, todo es un decorado, una lenta película rodada en blanco y negro que ocurre tras su pasos. Se ha sentado en el borde de un camino con su niño en los brazos y su pena infinita. No llora, no siente, no comprende…
La joven se llamaba Rosa y vivía en la calle Franco Rodríguez, en Madrid. Su niño se llamaba Tomás y tenía dos años. Todo ocurrió el 15 de noviembre de 1936, en uno de los muchos bombardeos a los que fue sometida la capital. Pero podría haberse llamado Assmae y vivir en Gaza… El ser humano no ha aprendido nada. Nada ha cambiado. Sólo los nombres de los muertos, la potencia de las armas y el color de los uniformes. («Tristes guerras si no es amor la empresa, tristes, tristes…»)

Poetas del éxodo y el llanto.

Pedro Garfias llegó a México desde Inglaterra a bordo del «Sinaia». Casi dos mil españoles embarcan rumbo al exilio, dejando todo atrás. En su largo viaje el poeta escribe estos versos:

Qué hilo tan fino, qué delgado junco
-de acero fiel- nos une y nos separa
con España presente en el recuerdo,
con México presente en la esperanza.
Repite el mar sus cóncavos azules,
repite el cielo sus tranquilas aguas
y entre el cielo y el mar ensayan vuelos
de análoga ambición, nuestras miradas.

España que perdimos, no nos pierdas;
guárdanos en tu frente derrumbada,
conserva a tu costado el hueco vivo
de nuestra ausencia amarga
que un día volveremos, más veloces,
sobre la densa y poderosa espalda
de este mar, con los brazos ondeantes
y el latido del mar en la garganta.(…)

En el mismo barco viaja también Juan Rejano, con el dolor por equipaje y un puñado de versos:

Nube, viento, será para el olvido…
Esta sangre no cabe ya en el mundo
ya no cabe en prisiones ni en olvidos,
ni en las falsas efigies vacilantes.

Ambos murieron en México (« Si muero en tierras extrañas/ lejos de donde nací / ¿Quién tendrá piedad de mí? «).
Poetas del exilio, del éxodo y el llanto, ni de aquí ni de allí, siempre entre la nostalgia y la derrota. ¿Rescataremos alguna vez todos vuestros nombres del olvido y recuperaremos así nuestra memoria literaria?