Salvad los libros

«Uno no es lo que es por lo que escribe, sino por lo que ha leído» Borges

«¡Los libros no, por Dios, los libros no! ¡Salvad los libros!» Aquella fría mañana de marzo todo era un ir y venir en casa de los Martín Gago. Afectos a la república, nada podían hacer sino callar para salvar la vida. Callar y quemar todo aquello que pudiera poner en peligro la seguridad de aquellos dos ancianos y su joven hija aún soltera. En la vieja cocina de carbón ardían recuerdos, retazos de una vida: fotos, cartas, papeles políticamente comprometedores y algunos libros… «Los libros no… ¿Qué daño pueden hacernos los libros? ¿Es que también van a condenarnos por leer?» Pero por mucho que su padre se empeñara en abrazarse a algunos ejemplares Carmen sabía que era peligroso que encontraran aquellas lecturas cuando llegaran. Porque iban a llegar. Sabían donde vivían. Y si caían en sus manos algunos de aquellos títulos, quién sabe lo que podría pasar. Era mejor no arriesgarse. Así ardieron Campos de Castilla de Antonio Machado, y La madre de Gorki y La conquista del pan, de un ruso cuyo nombre era imposible de pronunciar pero que su hijo Rafita leía algunas noches hasta altas horas de la madrugada, y el Emilio de Rousseau y Cándido de Voltaire, y las novelas completas de Vicente Blasco Ibáñez, y varios ejemplares de las revistas Caballo verde, El Mono Azul y Hora de España.
Bajo las llamas inmisericordes crujían todos aquellos títulos que pudieran levantar sospechas, ya fuera por su autor, por el título o por su procedencia. En los tristes estantes medio vacíos quedaron varios clásicos: Cervantes, Lope, Calderón, Quevedo y un ejemplar en cuero negro de Las mil mejores poesías en lengua castellana. Nadie supo nunca cómo lograron sobrevivir un volumen de La vida de Jesús de Renan y El hombre y la tierra de Reclus.
A la mañana siguiente, con el olor a papel quemado impregnando todavía cada rincón de la casa, y con una extraña tristeza que presagiaba que nada bueno podría ocurrir a partir de aquel aciago día de la quema de su preciada biblioteca, mi bisabuelo Atilano Martín se levantó pronto para ir a su trabajo como cajero en el Banco Central. Nada más llegar allí fue detenido «por tener hijos desafectos al régimen en situación de busca y captura» lo que le convertía a él en un «desafecto de nivel C, es decir sin responsabilidad política directa». Le comunicaron que su puesto ya había sido cubierto por otro compañero «adicto al nuevo régimen y fiel a los principios del nuevo orden», el cual, seguramente, había sido el encargado de dar el informe a las autoridades pertinentes a cambio de favores y prebendas. El bisabuelo Atilano no entendía nada. Taciturno, serio, hombre de pocas palabras, sólo acertó a decir: «¿ Y para esto hemos quemado los libros?» Los suyos nada supieron de él hasta pasados unos meses, gracias a la amistad que, de toda la vida, les había unido con la familia Ruiz Jiménez , la cual ahora ocupaba una posición más o menos relevante. Salió de la cárcel de Porlier más triste y más delgado, casi irreconocible. Contaban sus hijos, muchos años y muchas vicisitudes después, que aquel lluvioso y frío día de marzo del 39 entró en las cárceles de Franco un monárquico desengañado y salió, varios meses y mucho hambre después, un republicano antifranquista convencido.
En mi casa paterna volvieron a entrar los libros y, de nuevo, una numerosa cantidad de títulos abarrotó las estanterías del salón familiar. Entre todos los nuevos ejemplares aún descansan tres libros que siempre llamaron mi atención por sus bellas cubiertas de cuero y su cosido a mano: Las mil mejores poesías, El hombre y la tierra y La vida de Jesús. Esos libros son testigos mudos de un tiempo de odio, miedo e infamia que nunca debió existir. Son un ejemplo de supervivencia en medio de la barbarie. Algún día mis hijos los heredarán, y con ellos heredarán también el legado de un respeto absoluto por la cultura y el pensamiento libre, por el derecho a defender nuestras ideas siempre con la palabra, por la defensa de la libertad y la convivencia. Esos libros seguirán formando parte de nuestra historia familiar, y servirán para recordarnos siempre que mi bisabuelo no sólo salvó los libros, sino que los libros nos salvaron a todos, sus descendientes, de la ignorancia, de la intolerancia y de la sinrazón.

«Porque contra el libro no valen persecuciones. Ni ejércitos, ni el oro, ni las llamas pueden contra ellos; porque podréis hacer desaparecer una obra pero no podéis cortar las cabezas que han aprendido de ella» F. García Lorca.

Ángel González y el valor de la palabra

«Me he quedado sin pulso y sin aliento
separado de ti. Cuando respiro,
el aire se me vuelve en un suspiro
y en polvo el corazón de desaliento
.» A. González

Cada vez que he de explicar la poesía de Ángel González recuerdo el primer poema que leí de él. Fue en aquella época en que lo descubrí todo y todo lo perdí. En aquellos tiempos de estúpidos miedos y torpezas juveniles, maravillosos poetas llegaron hasta mí, y él fue uno de ellos. En esta lluviosa mañana de otoño quiero rendirle mi pequeño y particular homenaje. Leemos sus poemas, y en ese instante la magia de la palabra lo envuelve todo. Nos ungimos de palabras, nos abrazamos a ellas y este estúpido mundo cobra sentido por un momento. Cuando leo a Ángel González comprendo el valor que tiene la palabra poética.

MUERTE EN EL OLVIDO. Angel González en Palabra sobre palabra
Yo sé que existo
porque tu me imaginas.
Soy alto porque tu me crees
alto, y limpio porque tú me miras
con buenos ojos, con mirada limpia.
Tu pensamiento me hace
inteligente, y en tu sencilla
ternura, yo soy también sencillo
y bondadoso.

Pero si tú me olvidas
quedaré muerto sin que nadie
lo sepa. Verán viva
mi carne, pero será otro hombre
-oscuro, torpe, malo- el que la habita…

La poesía de Ángel González es el grito de un hombre que se siente solo, pero también el clamor contra la injusticia y contra una realidad histórica de la que él también forma parte y a la que no puede ni quiere dejar de mirar cara a cara.

ELEGIDO POR ACLAMACIÓN

Sí, fue un malentendido.
Gritaron: ¡a las urnas!
y él entendió: ¡a las armas! -dijo luego.
Era pundonoroso y mató mucho.
Con pistolas, con rifles, con decretos.
Cuando envainó la espada dijo, dice:
La democracia es lo perfecto.
El público aplaudió. Sólo callaron,
impasibles, los muertos.
El deseo popular será cumplido.
A partir de esta hora soy -silencio-
el Jefe, si queréis. Los disconformes
que levanten el dedo.
Inmóvil mayoría de cadáveres
le dio el mando total del cementerio.

Encontramos en su poesía la experiencia vital, la memoria de lo vivido condensada en unos cuantos versos, como breves pinceladas impresionistas, retazos de una historia común a tantos otros que, como él (» perdido para siempre lo perdido») caminaban sin rumbo por los sórdidos paisajes de la posguerra y el franquismo.
Primera evocación

Recuerdo
bien
a mi madre.
Tenía miedo del viento,
era pequeña
de estatura,
la asustaban los truenos,
y las guerras
siempre estaba temiéndolas
de lejos,
desde antes
de la última ruptura
del Tratado suscrito
por todos los ministros de asuntos exteriores.

Recuerdo
que yo no comprendía.
El viento se llevaba
silbando
las hojas de los árboles,
y era como un alegre barrendero
que dejaba las niñas
despeinadas y enteras,
con las piernas desnudas e inocentes.
Por otra parte, el trueno
tronaba demasiado, era imposible
soportar sin horror esa estridencia,
aunque jamás ocurría nada luego:
la lluvia se encargaba de borrar
el dibujo violento del relámpago
y el arco iris ponía
un bucólico fin a tanto estrépito.

Llegó también la guerra un mal verano.
Llegó después la paz, tras un invierno
todavía peor. Esa vez, sin embargo,
no devolvió lo arrebatado el viento.
Ni la lluvia
pudo borrar las huellas de la sangre.
Perdido para siempre lo perdido,
atrás quedó definitivamente
muerto lo que fue muerto.

Por eso (y por más cosas)
recuerdo muchas veces a mi madre:
cuando el viento
se adueña de las calles de la noche,
y golpea las puertas, y huye, y deja
un rastro de cristales y de ramas
rotas, que al alba
la ciudad muestra desolada y lívida;

cuando el rayo
hiende el aire, y crepita,
y cae en tierra,
trazando surcos de carbón y fuego,
erizando los lomos de los gatos
y trastocando el norte de las brújulas;

y, sobre todo, cuando
la guerra ha comenzado,
lejos-nos dicen- y pequeña
-no hay por qué preocuparse-, cubriendo
de cadáveres mínimos distantes territorios,
de crímenes lejanos, de huérfanos pequeños…

Ángel González

Más allá de los premios, de los reconocimientos, del éxito editorial, de los seguidores y los detractores, de los críticos y las Academias, Ángel González es una de nuestras voces poéticas imprescindibles. Para que él siga llamándose Ángel González sólo hace falta que leamos sus poemas y estará para siempre entre nosotros.
Camino por sus versos y sé que no estoy sola. Me quedan sus palabras, para reconocerme, para saberme humana en medio del dolor, y de la indiferencia (e incluso del fracaso , indiferente).

Queda quizá el recurso de andar solo,
de vaciar el alma de ternura
y llenarla de hastío e indiferencia,
en este tiempo hostil, propicio al odio.
A. González.

Juegos de niños

Felipe Fernández de Irazu es, además de mi tío y un rostro irreemplazable de mi infancia, un excelente ilustrador. Ahora anda metido en un proyecto que aúna dibujos y recuerdos, y ha plasmado en diferentes ilustraciones el espíritu de su infancia perdida,dejándonos un retrato increíble de aquella triste España que le tocó vivir: la España de posguerra vista con los ojos de un niño. Porque los niños, por muy duros que sean los tiempos, por muy adversas que sean las condiciones, sólo quieren ser niños y jugar, e inventar un mundo en el que merezca la pena ser un pirata, o un soldado, o un caballero… Todos los juegos populares, que aquellos niños flacos que poblaban el Madrid de los años 40 inventaron para poder vivir su infancia, están concienzudamente recogidos en sus magníficos dibujos, y acompaña cada uno con una anécdota personal que nos hace reír, o asombrarnos, o emocionarnos hasta la médula.
La infancia de mi tío, como la de mi padre, como la de tantos niños, fue una infancia en blanco y negro donde las penurias aguzaban el ingenio y la falta de lo más básico se suplía con alegría y mucha imaginación. Pasearse por Monta y cabe es darse una vuelta por lugares que ya no existen, por juegos que ya no juegan nuestros hijos, por costumbres que han desaparecido, y por calles que han cambiado tanto que ahora nos resultan irreconocibles.
La niñez es siempre un rincón al que merece la pena volver, por muy oscuros que fueran aquellos años marcados por el hambre y la represión. Ellos no eligieron su entorno, nacieron allí, en medio del horror y la miseria, pero no por ello renunciaron a vivir haciendo lo único que sabían hacer: jugar y ser niños.¡Ojala aquella pesadilla de miedo, silencio, y criaturas escuálidas no hubiera sido más que un «juego de niños»!¡ Ójala…!

Después de las guerras…

Que en las guerras no hay malos ni buenos, sólo víctimas
es un viejo adagio que todos sabemos…

Pero, cuando la guerra acaba,
hay vencedores y vencidos,
y unos arrastran a los otros por el fango y la sangre
y se regodean en su sufrimiento,
como plato final de su victoria
(fría venganza en corazones de piedra).

Y la derrota sabe a desesperanza
y a amargura, gota a gota tragada
(hora a hora,
día a día
año a año).

Lo saben los galos,
y los íberos,
y los troyanos
y los nubios,
y los cátaros…
y muchos españoles.

1) ADAGIO. (Del lat. adagium.) m. Sentencia breve, generalmente moral. II Proverbio.

Nanas del hijo ausente

Mi abuelo, como tantos otros presos políticos represaliados por las dictaduras, no sólo se vio privado de la libertad y de la palabra, sino también de la alegría y el consuelo de ver crecer a su hijo. Gracias a la palabra poética, el hijo se hace presente a pesar de su ausencia.
La «larga noche de piedra» en que se convirtió la vida de mi abuelo siempre tuvo un consuelo: el amor que profesó a los que él llamaba sus «dos luceros», mi abuela y mi padre.

Nanas del hijo ausente.

Canta niño mío
canta,que aunque lejos
yo me pongo alegre
si tú estás contento.
Canta, juega y ríe
como pajarillo
con ansias de vuelo,
por jardines llenos
de flores y luces,
de hechizo y misterio.
Y que los jazmines,
y que los romeros,
y que las magnolias,
y que los claveles
de color de fuego
sientan tu alegría
como yo la siento.
Cántale a la luna,
canta a las estrellas,
cántale a los vientos.
Cántale a tu madre
mientras que yo canto
a mis dos luceros…
Canta niño mío,
que tu voz de plata
me traigan los vientos,
y alegre las horas
de mi cautiverio.
Manuel de la Peña Piñeiro.
Prisión Central de Alcalá de Henares. 29 de noviembre de 1945.
Poemario a dos voces, ed. La factoría de ediciones.

En el manuscrito original, ya amarillo y ajado por el tiempo, hay borrones de tinta que dejaron las lágrimas. Nunca pregunté si eran de mi abuelo al escribirlo o de mi abuela al recibirlo… Nunca pregunté, porque no hacía falta. ( «Hay golpes en la vida tan fuertes…yo no sé»).
Han pasado los años y las penas. Ellos ya no están pero estamos nosotros: el fruto de su sangre y de sus lágrimas. Y tal vez eso sea lo más parecido a la vida eterna, dejar harto consuelo en la memoria de los que nos aman, para siempre.

El llanto de la Diosa

La Diosa fue exiliada del corazón del hombre. Desterrada, relegada, prohibida, tuvo que refugiarse del odio y la mentira en lejanos desiertos, en bosques apartados. Dijo adiós a los templos y recintos sagrados donde era sabiamente venerada, y grabó su dolor en las piedras calizas y las grutas oscuras, mientras sus bellos nombres se borraban, envueltos por la niebla de la herejía y la superstición.
Vagó durante siglos cubierta de tristeza, y su antiguo legado milenario se vistió de ropajes que ella no comprendía. Habitó en las leyendas, se escondió en los relatos populares, en los cuentos de hogar y leña seca, o en romances y cantos de juglares y bardos.
Sin ella era imposible descifrar el enigma, completar el círculo sagrado. El llanto de la diosa se hizo lluvia de invierno, y se mimetizó en los manantiales.
Ahora duerme a la espera de otros tiempos. Pero cuentan que, a veces, se desliza en nuestros sueños o en nuestros delirios para recitarnos sus viejos salmos olvidados. Y sentimos sus lágrimas, (suaves como amapolas deshojadas, tibias como un aliento amado), resbalando, sin pudor, por nuestro rostro…

Poemas de otoño

La historia de la poesía española e hispanoamericana está llena de poemas que tienen como tema el otoño o que se inspiran en él. Sería una ardua tarea exponer aquí todos esos poemas, y seguramente me dejaría muchos en el intento. Así que me limito a elegir mis preferidos, como muestra de esa especial relación que mantienen los poetas y el otoño. Dejemos que nos inunde la luz de octubre, y que nos arrullen los imperecederos versos de Ángel González, Julio Cortázar, A. Machado, José Hierro, Neruda, J. Ramón Jiménez y Lorca. ¿Acaso hay mejor forma para entrar de lleno en la esperada estación de las melancolías? Parafraseando a mi siempre admirado Miguel Hernández: «Leamos con la alegre tristeza del otoño,(…)», permitamos que la poesía nos acompañe en este camino de hojas secas que empezamos de nuevo a recorrer.
(I)

El otoño se acerca con muy poco ruido:
apagadas cigarras, unos grillos apenas,
defienden el reducto
de un verano obstinado en perpetuarse,
cuya suntuosa cola aún brilla hacia el oeste.

Se diría que aquí no pasa nada,
pero un silencio súbito ilumina el prodigio:
ha pasado
un ángel
que se llamaba luz, o fuego, o vida.
Y lo perdimos para siempre.

A González

(II)

Resumen en otoño

En la bóveda de la tarde cada pájaro es un punto del
recuerdo.
Asombra a veces que el fervor del tiempo
vuelva, sin cuerpo vuelva, ya sin motivo vuelva;
que la belleza, tan breve en su violento amor
nos guarde un eco en el descenso de la noche.
Y así, qué más que estarse con los brazos caídos,
el corazón amontonado y ese sabor de polvo
que fue rosa o camino-
El vuelo excede el ala.
Sin humildad, saber que esto que resta
fue ganado a la sombra por obra de silencio;
que la rama en la mano, que la lágrima oscura
son heredad, el hombre con su historia,
la lámpara que alumbra.
J. Cortázar

(III)

Te recuerdo como eras en el último otoño.
Eras la boina gris y el corazón en calma.
En tus ojos peleaban las llamas del crepúsculo.
Y las hojas caían en el agua de tu alma.

Apegada a mis brazos como una enredadera,
las hojas recogían tu voz lenta y en calma.
Hoguera de estupor en que mi sed ardía.
Dulce jacinto azul torcido sobre mi alma.

Siento viajar tus ojos y es distante el otoño:
boina gris, voz de pájaro y corazón de casa
hacia donde emigraban mis profundos anhelos
y caían mis besos alegres como brasas.

Cielo desde un navío. Campo desde los cerros.
Tu recuerdo es de luz, de humo, de estanque en calma.
Más allá de tus ojos ardían los crepúsculos.
Hojas secas de otoño giraban en tu alma.
Neruda
(IV)

OTOÑO
El cárdeno otoño
no tiene leyendas
para mí. Los salmos
de las frondas muertas,
jamás he escuchado,
que el viento se lleva.
Yo no sé los salmos
de las hojas secas,
sino el sueño verde
de la amarga tierra.
A. Machado

(V)
OTOÑO

Esparce octubre, al blando movimiento
del sur, las hojas áureas y las rojas,
y, en la caída clara de sus hojas,
se lleva al infinito el pensamiento.

Qué noble paz en este alejamiento
de todo; oh prado bello que deshojas
tus flores; oh agua fría ya, que mojas
con tu cristal estremecido el viento!

¡Encantamiento de oro! Cárcel pura,
en que el cuerpo, hecho alma, se enternece,
echado en el verdor de una colina!

En una decadencia de hermosura,
la vida se desnuda, y resplandece
la excelsitud de su verdad divina.
J.Ramón Jiménez

(VI)

OTOÑO

Otoño de manos de oro.
Ceniza de oro tus manos dejaron caer al camino.
Ya vuelves a andar por los viejos paisajes desiertos.
Ceñido tu cuerpo por todos los vientos de todos los siglos.

Otoño, de manos de oro:
con el canto del mar retumbando en tu pecho infinito,
sin espigas ni espinas que puedan herir la mañana,
con el alba que moja su cielo en las flores del vino,
para dar alegría al que sabe que vive
de nuevo has venido.
Con el humo y el viento y el canto y la ola temblando,
en tu gran corazón encendido.
J. Hierro

(VII)

RITMO DE OTOÑO
1920
A Manuel Angeles

Amargura dorada en el paisaje.
El corazón escucha.

En la tristeza húmeda el viento dijo:
Yo soy todo de estrellas derretidas,
sangre del infinito.
Con mi roce descubro los colores
de los fondos dormidos.
Voy herido de místicas miradas,
yo llevo los suspiros
en burbujas de sangre invisibles
hacia el sereno triunfo
del amor inmortal lleno de Noche.
Me conocen los niños,
y me cuajo en tristezas.
Sobre cuentos de reinas y castillos,
soy copa de luz. Soy incensario
de cantos desprendidos
que cayeron envueltos en azules
transparencias de ritmo.
En mi alma perdiéronse solemnes
carne y alma de Cristo,
y finjo la tristeza de la tarde
melancólico y frío.
El bosque innumerable.

Llevo las carabelas de los sueños
a lo desconocido.
Y tengo la amargura solitaria
de no saber mi fin ni mi destino.

Las palabras del viento eran suaves
con hondura de lirios.
Mi corazón durmiose en la tristeza
del crepúsculo.

Sobre la parda tierra de la estepa
los gusanos dijeron sus delirios.

Soportamos tristezas
al borde del camino.
Sabemos de las flores de los bosques,
del canto monocorde de los grillos,
de la lira sin cuerdas que pulsamos,
del oculto sendero que seguimos.
Nuestro ideal no llega a las estrellas,
es sereno, sencillo:
quisiéramos hacer miel, como abejas,
o tener dulce voz o fuerte grito,
o fácil caminar sobre las hierbas,
o senos donde mamen nuestros hijos.

Dichosos los que nacen mariposas
o tienen luz de luna en su vestido.
¡Dichosos los que cortan la rosa
y recogen el trigo!
¡Dichosos los que dudan de la muerte
teniendo Paraíso,
y el aire que recorre lo que quiere
seguro de infinito!
Dichosos los gloriosos y los fuertes,
los que jamás fueron compadecidos,
los que bendijo y sonrió triunfante
el hermano Francisco.
Pasamos mucha pena
cruzando los caminos.
Quisiéramos saber lo que nos hablan
los álamos del río.

Y en la muda tristeza de la tarde
respondioles el polvo del camino:
Dichosos, ¡oh gusanos!, que tenéis
justa conciencia de vosotros mismos,
y formas y pasiones,
y hogares encendidos.
Yo en el sol me disuelvo
siguiendo al peregrino,
y cuando pienso ya en la luz quedarme,
caigo al suelo dormido.

Los gusanos lloraron, y los árboles,
moviendo sus cabezas pensativos,
dijeron: El azul es imposible.
Creíamos alcanzarlo cuando niños,
y quisiéramos ser como las águilas
ahora que estamos por el rayo heridos.
De las águilas es todo el azul.
Y el águila a lo lejos:
¡No, no es mío!
Porque el azul lo tienen las estrellas
entre sus claros brillos.
Las estrellas: Tampoco lo tenemos:
está entre nosotras escondido.
Y la negra distancia: El azul
lo tiene la esperanza en su recinto.
Y la esperanza dice quedamente
desde el reino sombrío:
Vosotros me inventasteis corazones,
Y el corazón:
¡Dios mío!

El otoño ha dejado ya sin hojas
los álamos del río.

El agua ha adormecido en plata vieja
al polvo del camino.
Los gusanos se hunden soñolientos
en sus hogares fríos.
El águila se pierde en la montaña;
el viento dice: Soy eterno ritmo.
Se oyen las nanas a las cunas pobres,
y el llanto del rebaño en el aprisco.

La mojada tristeza del paisaje
enseña como un lirio
las arrugas severas que dejaron
los ojos pensadores de los siglos.

Y mientras que descansan las estrellas
sobre el azul dormido,
mi corazón ve su ideal lejano
y pregunta:
¡Dios mío!
Pero, Dios mío, ¿a quién?
¿Quién es Dios mío?
¿Por qué nuestra esperanza se adormece
y sentimos el fracaso lírico
y los ojos se cierran comprendiendo
todo el azul?

Sobre el paisaje viejo y el hogar humeante
quiero lanzar mi grito,
sollozando de mí como el gusano
deplora su destino.
Pidiendo lo del hombre, Amor inmenso
y azul como los álamos del río.
Azul de corazones y de fuerza,
el azul de mí mismo,
que me ponga en las manos la gran llave
que fuerce al infinito.
Sin terror y sin miedo ante la muerte,
escarchado de amor y de lirismo,
aunque me hiera el rayo como al árbol
y me quede sin hojas y sin grito.

Ahora tengo en la frente rosas blancas
y la copa rebosando vino.

Lorca

El último poema.

Fuego es último poema que nos queda de mi abuelo. Lo escribió estando muy enfermo, y representa el profundo sentimiento de naufragio y desolación que ya por aquellas fechas le embargaba. Las utopías se desmoronaban, no quedaba espacio para los ideales, y la vida no era ya sino una sucesión de desventuras. Aún así, en todas las imágenes que nos quedan de él, siempre nos regala su sonrisa de luna morena.
Sus poemas son poemas de la voz robada, del silencio impuesto y la condena injusta . Emanan de la experiencia directa del DOLOR con mayúsculas, de la pérdida, de la desesperanza. Cuando los leo siento que rescato su voz, que la libero y que estoy junto a él, sentada donde nunca pude estarlo, a la orilla de un mundo más humano y más justo. Y él agarra mi mano, y me canta canciones, y me lee bellos cuentos, y me llena de besos. Y entre las cenizas de los desiertos calcinados, vemos como renacen los cerezos en flor…

¡ Fuego…!

Él es mi ídolo, sí, y al contemplarle
mi alma se extasía en su incremento,
entabla ruda lucha con el viento
y vence más cuanto más quiere apagarle.

Majestuoso la gestión comienza,
destruye, purifica e ilumina;
ahora en el llano, luego en la colina,
por doquier se le ve con gentileza.

Arrastra los palacios y las chozas,
todo lo mide equitativamente,
no respeta la hacienda del pudiente
quemando al par las zarzas que las rosas.

Postrado, como a rey te acojo
de lo existente y de lo ya existido;
y puesto que lo viejo es consumido,
prosigue tu labor, sea todo rojo.

Nubla del sol la grande semejanza
con las sombras de tu humo desprendido,
y véase entre espirales confundido
el espacio y la tierra sin tardanza;

no descanses, no duermas, purifica
lo creado de este lodazal inmundo,
y surja del solar desinfectado,
con otra humanidad, un nuevo mundo.

Manuel de la Peña Piñeiro.
14 de Mayo del 56
Poemario a dos voces. Ed.La factoría de ediciones

Nuevas voces

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«A distinguir me paro las voces de los ecos(…)» A. Machado

Me gusta resguardarme a la sombra de los grandes poetas, cobijarme entre sus versos, alimentarme de sus frutos y su savia, sentirme resguardada del inhóspito enjambre en el que habito, y recobrar la armonía perdida en los duros embates de la monotonía.
Este ha sido un año lleno de descubrimientos literarios y artísticos. Nuevas voces se han abierto camino entre los tumultos y la algarabía y me han hecho sentirme menos sola, menos confusa, menos ausente. Siempre, desde pequeña, quise sembrar el mundo de palabras; pero también deseaba recogerlas, recolectarlas cuidadosamente, y paladearlas lentamente hasta hacerlas mías. Siempre me ha gustado habitar en las palabras, en las propias y en las ajenas.
Quiero dedicar esta entrada a todos los que me han regalado sus palabras tan generosamente en este tiempo que hemos compartido, a todos los que se llevaron las mías con ellos en algún momento, a los que leyeron y callaron porque el silencio es también un bello lenguaje. Y quiero dedicársela a las nuevas voces que me conmueven cada día cuando salgo a recibirlas y las reconozco entre los ecos. Gracias a las necesarias «caricias perplejas» de Olga Bernad, a «las diosas y las nubes» donde Juan Manuel Macías teje sus «divinos» versos, a los maravillosos «divagues» de Santiago Bosco , a las siempre acogedoras «miradas íntimas» de Carmen Jiménez, al mágico «desván» donde guarda sus libros Marta López, al «cuaderno de versos para la luna» de Maria José y a los «bosques» de Borromín que aún no he podido transitar. Gracias a todos, los que estuvisteis, los que todavía estáis, por enredaros entre mis palabras.

Tardes de otoño.

Cada vez que leía aquellos versos volvía a tener de nuevo diecisiete. Hacía frío en los parques y «ojalá que la lluvia deje de ser milagro que baja por tu cuerpo«, y «he sentido en tu boca una alborada» y se deshojaba el árbol de la nostalgia, y «eras la boina gris y el corazón en calma» , cubriendo de hojas secas los húmedos recuerdos.
Cada vez que llegaba el otoño llegaban los besos dormidos y las palabras no dichas, y las carpetas mojadas y los largos silencios… La luz de octubre lo inundaba todo y doraba las tardes tiñéndolas de ámbar.
En sus ojos de otoño habitó la tristeza, la soledad, el olvido, el desamparo. La vida fue borrando su perfil, los rasgos de su rostro. Puso un temblor de invierno en sus manos de nieve y una curva dolorida en su espalda. Tiñó de desconsuelo el cobre de su pelo y se llevo la firmeza de aquella piel, que un día, sembraron de promesas amantes olvidados.
Pero a veces, en las tardes de otoño, la vida le regalaba primaveras, y enhebraba los rumores de un pasado imposible. Recordar en otoño era una concesión a la melancolía, un dejarse arrastrar a las profundas raíces, al vértice de la memoria, a las orillas de lo que pudo haber sido… Recordar en otoño era una puerta falsa a una felicidad de cartónpiedra y castillos de humo, a una mentira amable con sabor a ceniza y flores muertas.
En las tardes de otoño, hasta podía ser bella y apacible la tristeza…