«Uno no es lo que es por lo que escribe, sino por lo que ha leído» Borges
«¡Los libros no, por Dios, los libros no! ¡Salvad los libros!» Aquella fría mañana de marzo todo era un ir y venir en casa de los Martín Gago. Afectos a la república, nada podían hacer sino callar para salvar la vida. Callar y quemar todo aquello que pudiera poner en peligro la seguridad de aquellos dos ancianos y su joven hija aún soltera. En la vieja cocina de carbón ardían recuerdos, retazos de una vida: fotos, cartas, papeles políticamente comprometedores y algunos libros… «Los libros no… ¿Qué daño pueden hacernos los libros? ¿Es que también van a condenarnos por leer?» Pero por mucho que su padre se empeñara en abrazarse a algunos ejemplares Carmen sabía que era peligroso que encontraran aquellas lecturas cuando llegaran. Porque iban a llegar. Sabían donde vivían. Y si caían en sus manos algunos de aquellos títulos, quién sabe lo que podría pasar. Era mejor no arriesgarse. Así ardieron Campos de Castilla de Antonio Machado, y La madre de Gorki y La conquista del pan, de un ruso cuyo nombre era imposible de pronunciar pero que su hijo Rafita leía algunas noches hasta altas horas de la madrugada, y el Emilio de Rousseau y Cándido de Voltaire, y las novelas completas de Vicente Blasco Ibáñez, y varios ejemplares de las revistas Caballo verde, El Mono Azul y Hora de España.
Bajo las llamas inmisericordes crujían todos aquellos títulos que pudieran levantar sospechas, ya fuera por su autor, por el título o por su procedencia. En los tristes estantes medio vacíos quedaron varios clásicos: Cervantes, Lope, Calderón, Quevedo y un ejemplar en cuero negro de Las mil mejores poesías en lengua castellana. Nadie supo nunca cómo lograron sobrevivir un volumen de La vida de Jesús de Renan y El hombre y la tierra de Reclus.
A la mañana siguiente, con el olor a papel quemado impregnando todavía cada rincón de la casa, y con una extraña tristeza que presagiaba que nada bueno podría ocurrir a partir de aquel aciago día de la quema de su preciada biblioteca, mi bisabuelo Atilano Martín se levantó pronto para ir a su trabajo como cajero en el Banco Central. Nada más llegar allí fue detenido «por tener hijos desafectos al régimen en situación de busca y captura» lo que le convertía a él en un «desafecto de nivel C, es decir sin responsabilidad política directa». Le comunicaron que su puesto ya había sido cubierto por otro compañero «adicto al nuevo régimen y fiel a los principios del nuevo orden», el cual, seguramente, había sido el encargado de dar el informe a las autoridades pertinentes a cambio de favores y prebendas. El bisabuelo Atilano no entendía nada. Taciturno, serio, hombre de pocas palabras, sólo acertó a decir: «¿ Y para esto hemos quemado los libros?» Los suyos nada supieron de él hasta pasados unos meses, gracias a la amistad que, de toda la vida, les había unido con la familia Ruiz Jiménez , la cual ahora ocupaba una posición más o menos relevante. Salió de la cárcel de Porlier más triste y más delgado, casi irreconocible. Contaban sus hijos, muchos años y muchas vicisitudes después, que aquel lluvioso y frío día de marzo del 39 entró en las cárceles de Franco un monárquico desengañado y salió, varios meses y mucho hambre después, un republicano antifranquista convencido.
En mi casa paterna volvieron a entrar los libros y, de nuevo, una numerosa cantidad de títulos abarrotó las estanterías del salón familiar. Entre todos los nuevos ejemplares aún descansan tres libros que siempre llamaron mi atención por sus bellas cubiertas de cuero y su cosido a mano: Las mil mejores poesías, El hombre y la tierra y La vida de Jesús. Esos libros son testigos mudos de un tiempo de odio, miedo e infamia que nunca debió existir. Son un ejemplo de supervivencia en medio de la barbarie. Algún día mis hijos los heredarán, y con ellos heredarán también el legado de un respeto absoluto por la cultura y el pensamiento libre, por el derecho a defender nuestras ideas siempre con la palabra, por la defensa de la libertad y la convivencia. Esos libros seguirán formando parte de nuestra historia familiar, y servirán para recordarnos siempre que mi bisabuelo no sólo salvó los libros, sino que los libros nos salvaron a todos, sus descendientes, de la ignorancia, de la intolerancia y de la sinrazón.
«Porque contra el libro no valen persecuciones. Ni ejércitos, ni el oro, ni las llamas pueden contra ellos; porque podréis hacer desaparecer una obra pero no podéis cortar las cabezas que han aprendido de ella» F. García Lorca.