Donde nacen las nubes



Cuando mis hijos, que todavía habitan en la edad de la inocencia y nada entienden de la crueldad del mundo, me preguntaron un día por qué algunos niños lloraban desconsoladamente detrás de la pantalla de nuestro televisor, tuve que explicarles, no sin cierto temor y con bastante torpeza, que, en algunos lugares, los niños amanecen cada día bajo el rostro terrible de la guerra. Para ello inventé un pequeño cuento al que titulé Donde nacen las nubes. Más tarde, mi querida Ana se acercó a él y realizó estas ilustraciones que han sido para mí un regalo inestimable y sorprendente.

Julia Uceda


EL TIEMPO ME RECUERDA

Recordar no es siempre regresar a lo que ha sido.
En la memoria hay algas que arrastran extrañas maravillas;
objetos que no nos pertenecen o que nunca flotaron.
La luz que recorre los abismos
ilumina años anteriores a mí, que no he vivido
pero recuerdo como ocurrido ayer.
Hacia mil novecientos
paseé por un parque que está en París -estaba-
envuelto por la bruma.
Mi traje tenía el mismo color de la niebla.
La luz era la misma de hoy
-setenta años después-
cuando la breve tormenta ha pasado
y a través de los cristales veo pasar la gente,
desde esta ventana tan cerca de las nubes.
En mis ojos parece llover
un tiempo que no es mío.
Julia Uceda.

La poesía española está llena de grandes olvidados. Los libros de texto, en su afán acotador, los reducen a simples nombres en una lista, o incluso prescinden de ellos. Me he propuesto ir rescatando algunos de ese triste rincón de los relegados. Empiezo por Julia Uceda, que marcó una parte de mi educación sentimental, y de este humilde quehacer literario que aún me ocupa. Entre los papeles amarillentos que aún guardo de mis años de universidad, encontré este poema…

El árbol


Ilustración de Ana C. Martín

El viento del otoño azotaba sin tregua las ramas del árbol. Por mucho que éste se empeñaba, nada podía contra la fuerza de aquel soplo que le despojaba cruelmente de su bello manto de hojas amarillentas. Le gustaba especialmente el abanico de colores que se mezclaban en su copa al llegar septiembre: del marrón al amarillo, pasando por el rojo, el ocre, el sepia y alguna pincelada tímida de un verde que se resistía a ceder su terreno. ¡Pero duraba tan poco aquella fiesta de colores otoñales!… El viento de octubre se había llevado una vez más su abrigo estival, y tan sólo una hoja conseguía sostenerse soportando aquel vaivén incesante.
¡Cuántas veces los vientos del otoño sacuden nuestras vidas empeñados en llevarse todo lo que quedó caduco, el equipaje que ya no nos sirve, el absurdo fardo de lo irrecuperable! Y nosotros, como la irreductible hoja del árbol , nos aferramos a lo que fuimos por miedo a lo que nos depara el largo invierno, sin ser capaces de confiar en el eterno ritual de renacimiento que nos regalará la primavera…

La puerta


«A todos los que, con sus risas y sus palabras, me han anclado al presente y a la certeza»

Llevaba mucho tiempo llamando a aquella puerta que nadie abría. Tanto, que ni siquiera se había percatado de que dentro no había luz, ni atisbo alguno de vida. Las ventanas permanecían cerradas y el polvo del olvido lo cubría todo. Se sentía huérfana, abandonada, perdida. Acurrucada en aquella puerta , empeñada en aferrarse a las ruinas de un pasado irrecuperable, se dejó envolver por la ceguera y , durante un tiempo, no fue capaz de ver que, frente a ella, una casa nueva, invadida por la luz, las risas y la vida, abría las ventanas para que ella mirase.
Por fin un día abrió los ojos. En medio de la espesa niebla que la envolvía, pudo vislumbrar una luz que se abría paso a duras penas para llegar a ella y acariciar su piel dormida. Consiguió acostumbrar sus ojos ciegos a aquella luz, y, poco a poco, fue dibujando los contornos de una puerta entreabierta por la que se colaba un resplandor dorado.
Se acercó lentamente y, a medida que se adentraba en el umbral, pudo sentir todo aquello a lo que, sin saberlo, había renunciado por su obcecación: la cálida presencia de las cosas presentes; el aliento tenue de la vida que late; el acogedor abrazo de la certeza.

«Gracias a la vida, que me ha dado tanto(…)»

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Afirmación.

No busques en mis versos
metáforas audaces,
mi verso es sólo un verso fugitivo,
un verso sin medidas,
sin trajes, sin adornos…

No busques en mis versos
retórica sublime,
mi verso es sólo un verso necesario,
un verso que no sabe
de escuelas ni de estilos…

No busques en mis versos
las gongorinas formas,
mi verso es sólo un verso
que olvidó los recursos.

No busques en mis versos
complicados retruécanos,
mi verso es sólo un verso
que grita lo que siente.

Es la risa, la lágrima,
el eco, la memoria.
Es la puerta cerrada,
el grito reprimido,
la huella sin arena,
el beso sin orillas.

Es un niño desnudo
que tirita en la noche,
un recuerdo dormido,
un silencio oportuno.

Es el viento, la lluvia,
el barro, la mañana,
la sonrisa, la rabia,
el corazón, la idea…
El aliento de vida
que late en las palabras.


Marisa de la Peña

Placeres cotidianos

Mañanas de domingo. El olor a café y bollos recién hechos inundándolo todo. Un buen libro, flores recién abiertas, el calor de su cuerpo junto al tuyo, las risas compartidas, las hojas en el pelo… La luz de la mañana es un presagio breve de lo que nos espera.
Son las «pequeñas cosas», los «pequeños placeres»; esos que no son dignos de epopeyas, ni elegías, ni sinfonías, ni liras, ni sonetos. Son las huellas humildes de la vida, las sencillas recetas de lo cotidiano, que, en algunos momentos, nos acercan a la certeza de sabernos vivos, plenos, e incluso necesarios.

Dibujando en el asfalto.


Dibujos de Julián Beever.

Cuando un artista crea, un mundo nuevo nace. Toda obra de arte es un acto de entrega que roza lo divino. Lo sabían los griegos, lo llamaban «poiesis» (ποίησις:creación), y de ahí la poesía. Todo arte es poesía (visual, olfativa, táctil, auditiva…), y por eso, cuando el fruto maduro del arte llama a las puertas de nuestros corazones, lo recibimos con ansia, con júbilo, a veces con recelo, pero siempre con una enorme espectación.

Invisibles

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Somos invisibles para todo aquel que no quiere vernos , para todo aquel que decide, consciente o inconscientemente, ignorar nuestra existencia. Y así, por más que nos empeñemos en hacernos notar, por mucho que hablemos, gesticulemos o incluso gritemos, seguiremos siendo invisibles. Sólo existimos para quien nos reconoce.
Y permanecemos allí, agazapados, esperando ser vislumbrados y, sobre todo, reconocidos. Porque en ese acto de reconocimiento del otro conseguimos reconfortarnos.
Buscamos en los demás señales de nuestra propia existencia, para intentar así evitar el vértigo inevitable de sabernos solos. Ansiamos ser amados, respetados, tratados con justicia. Necesitamos compartir con los otros para sentirnos vivos. Necesitamos la dialéctica de los contrarios: dar, recibir; hablar, escuchar; dormir, despertar… No tenemos otra forma de conjurar nuestros miedos, de defendernos de nuestros peores enemigos, esos que hacen que seamos invisibles: el silencio y la indiferencia.

Escribiré mi nombre muchas veces…
Tantas como haga falta
para saber que existo,
que no soy invisible
que no desaparezco
ante la indiferencia
de los que me abandonan.
Escribiré mi nombre
con lo que tenga a mano.
con barro, con ceniza,
con sudor o con sangre…

Juguetes rotos

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Entre los escombros donde ha muerto un niño hay siempre un juguete roto. Como restos de una infancia arrebatada, entre el polvo, la piedra y la sangre, vislumbramos un peluche hecho jirones, o la cabeza despedazada de una muñeca, o las ruedas de un coche de carreras. Recuerdo a Pessoa en su Libro del desasosiego : «No hay imperio que valga el que por él se rompa la muñeca de una niña…No hay ideal que merezca el sacrificio de un tren de hojalata ¿Hasta cuando seguirá la humanidad «civilizada» sacrificando niños y juguetes?