Miguel Hernández y la autenticidad poética

«Sonreír con la alegre tristeza del olivo.
Esperar. No cansarse de esperar la alegría.
Sonriamos. Doremos la luz de cada día
en esta alegre y triste vanidad de estar vivo.”
Miguel Hernández

Umbrío por la pena, casi bruno (…)” fue el primer poema de Miguel Hernández que leí. Tenía tan sólo quince años, pero me asombró y me emocionó profundamente aquella voz desgarradora, testimonio de un hondo dolor, de un sufrimiento íntimo que se desgranaba ante mí como si mi corazón juvenil fuera el depositario elegido para soportar conjuntamente toda aquella tristeza. “¡Cuánto penar para morirse uno!” … Seguí leyendo sus poemas y me embriagué de su perfección formal, de su dominio de la versificación, del uso audaz de las metáforas y las imágenes, del simbolismo telúrico del toro y de la luna; pero descubrí también una voz que sufría por todos los demás hombres, que se identificaba con los más humildes, con los olvidados, con los oprimidos… Se hacían poemas los obreros, los campesinos, los milicianos republicanos; se hacían poemas el niño yuntero, y el sudor, y el trabajo, y el hambre… Ante mí desfilaban las ansias de libertad, de dignidad y de cambio de las clases más humildes. Sentía, a través de los versos de Miguel Hernández, la miseria, la incultura, la desesperanza, los ejemplos palpitantes de la “escuálida España”.
Sentí también el zarpazo terrible de la guerra, “el tren de los heridos”, “ las madres que escondían su vientre”. Con él lloré a su hijo hambriento; y a los presos hacinados; y a las voces amuralladas de los que se quedaban.
Más allá de los críticos literarios, y de los estudios filológicos, y de la propaganda política, Miguel Hernández, el poeta de Orihuela, es el poeta leal, el poeta del pueblo, el poeta que sufrió el mismo cruel destino que muchos de los españoles junto a los que luchó por lo que creyó justo. Nos dejó su poesía, y aunque intentaron silenciarlo, al fin venció a la muerte y al olvido.
Sus palabras hermosas, humanas, verdaderas, han llegado hasta aquí. Y siento que una de las principales razones por las que me dedico a la enseñanza, es para poder seguir transmitiéndoselas a los que vendrán.

Septiembre

Septiembre es un mes dulce. Tan lleno de proyectos, de reencuentros, de propósitos nuevos… Muchos nunca se llevarán a cabo, pero ¡es tan dulce hacerlos!
Me gusta el lento cambio de la luz del estío que se hace otoñal. El verano se arrastra, perezoso, apurando sus últimos instantes como si no quisiera despedirse, aplazando su postrero estertor.
Septiembre sabe a frutas que se abren, a bodegón de membrillos y de higos,a tardes de tormenta y hojas que amarillean, como si presintiendo su caída, se les fuera el color.
Septiembre es el refugio deseado, apetecido, ansiado, suspirado, de aquellos que sentimos el peso del verano como un plomo mortal que nos aletarga, sumiéndonos en un sopor insufrible y tedioso.
Septiembre despereza las mañanas acortando las tardes, y el equinoccio marca la llegada de la nueva estación. Empieza el ritual de la naturaleza, que sabe a ciencia cierta que debe desprenderse de sus galas y recibir desnuda los fríos vientos del norte.Comprendemos, entonces, que la vida no acaba, que el círculo se cierra indiferente a nuestra feroz lucha contra el tiempo.
Septiembre nos susurra suavemente que es momento de retomar de nuevo la senda abandonada en los cálidos meses.
Y yo me preparo para recibirlo: emocionada, expectante, jubilosa. Como siempre creí que se merece un mes tan denostado por la prensa.