Cada mañana se despertaba temprano para esperar la llegada de las palabras. Se apoyaba en el alféizar de la ventana y se disponía a recibirlas como ellas se merecían.
A veces llegaban muy pronto, volando bajo, y eran palabras amables y dulces, diminutivos de azúcar que se posaban en su pelo para hacerle reir.
Otras veces llegaban desde lo más alto y se precipitaban directamente hacia el rincón más vulnerable de su corazón. Aquellas palabras dejaban un regusto a metal y a sangre seca. Pesaban tanto que aplastaban su pecho, y tenía que hacer grandes esfuerzos para desprenderse de ellas y poder volver a respirar.
Pero algunas veces, por mucho que esperara, no venían las más anheladas: las que traspasaban su dolor como un bálsamo y erizaban su piel hasta hacerle sentir la médula; las que guardaba como un tesoro a buen recaudo para que nadie se las arrebatara; las que, con su belleza y su sonoridad, hacían brillar el sol en pleno invierno y despertaban las flores dormidas como si, con ellas, hubiera llegado la primavera…
La palabra precisa…
«Palabra, voz exacta
y sin embargo equÃvoca;
oscura y luminosa;
herida y fuente: espejo;
espejo y resplandor;
resplandor y puñal,
vivo puñal amado,
ya no puñal, sà mano suave: fruto.
Llama que me provoca;
cruel pupila quieta
en la cima del vértigo;
invisible luz frÃa
cavando en mis abismos,
llenándome de nada, de palabras,
cristales fugitivos
que a su prisa someten mi destino.
Palabra ya sin mÃ, pero de mÃ,
como el hueso postrero,
anónimo y esbelto, de mi cuerpo;
sabrosa sal, diamante congelado
de mi lágrima oscura.
Palabra, una palabra, abandonada,
riente y pura, libre,
como la nube, el agua,
como el aire y la luz,
como el ojo vagando por la tierra,
como yo, si me olvido.
Palabra, una palabra,
la última y primera,
la que callamos siempre,
la que siempre decimos,
sacramento y ceniza.
Palabra, tu palabra, la indecible,
hermosura furiosa,
espada azul, eléctrica,
que me toca en el pecho y me aniquila.»
Octavio Paz