«De todas las historias de la historia
la más triste, sin duda, es la de España…»
J.Gil de Biedma
Con una mano apartando apenas la cortina, Carmen miraba la calle con una profunda sensación de abatimiento. Debía estar contenta, o al menos tranquila, aliviada si acaso: la guerra había terminado, los hombres volverían a casa, la vida retomaría la rutina de las pequeñas cosas… Pero no era capaz, un gris presentimiento de desgracia infinita había anidado en ella. Fuera no paraba de llover, y un extraño invierno se había apoderado de aquella incipiente primavera.
En la radio no dejaba de sonar música militar y proclamas de victoria y optimismo. Se acabó, ya nada podían hacer por la república; moribunda ya desde hacía meses, ahora agonizaba en las fronteras de Francia y en los puertos de Alicante y San Sebastián.
Salió de casa, después de discutir con su madre sobre la conveniencia o no de hacerlo. Pero si había salido bajo las bombas y las balas… ¿por qué no ahora que se había decretado la paz? Pues por eso, hija, precisamente por eso. Y se había ido rumiando un no te fíes de nadie, envuelta en su viejo chal.
Tomó la dirección de siempre. El frío de primera hora de la mañana se le metió en los huesos y en el alma. Tres años desde que todo empezó. Tres años de muertes y pérdidas, ¿acabarían por fin? Envuelta en sus cavilaciones, más tarde que de costumbre, llegó a la esquina donde se encontraba el hospital de sangre en el que había prestado sus servicios durante aquella larga guerra. Allí había visto morir a tanta gente, y pensar que había sido para nada… De pronto, de una puerta lateral que casi no se usaba, salió un brazo que la agarró con fuerza y la obligó a meterse dentro. Antes de gritar lo miró fijamente, y comprendió que era el enfermero jefe vestido de falangista. No le dio tiempo a reaccionar, ni a preguntar, sólo le escuchó decir: «huye Carmen, huye, vete a casa, quema tus credenciales, las fotos, las cartas, quema los libros, y desaparece. No vuelvas al hospital, todas tus compañeras han sido detenidas hace unos minutos, y tienen tus datos y tu dirección.Todas estáis en el lote. No puedo decirte más. Vete, corre»
La empujó hacia fuera y cerró la puerta. Como una autómata echó a correr hacia otra calle, no podía pensar, no podía respirar, no podía comprender. Sólo correr, llegar a casa, proteger a los suyos.Tenía miedo, y no podía reflexionar con claridad, llegar a casa, llegar a casa, que no me paren, que no me pregunten, que no me reconozcan. Cuando llegó al portal subió las escaleras de dos en dos mientras su corazón luchaba por salírsele del pecho. Abrió la puerta, cerró tras ella, se apoyó en la pared mientras las lágrimas corrían por su rostro y se abrazó a su madre mientras, en la radio, se escuchaba: «españoles todos, ha estallado la paz».